La búsqueda incesante: Crónica de un verano y la Nueva Ola Francesa

Cronica De Un Verano

Carlos Augusto Giraldo C.
Antropólogo, profesor universitario. Realizador

En 1961 el festival de Cannes otorgó el premio de la de la crítica a la película Crónica de un verano, cuyos realizadores, más cercanos a la ciencia que al cine, por lo menos al cine que normalmente circulaba por los festivales, fueron el etnólogo Jean Rouch y el sociólogo Edgar Morin. En la cinta, estos dos investigadores de lo humano abordan un grupo de sujetos residentes en París a quienes les preguntan a quemarropa si son felices, circulando luego por la vida de cada uno y generando encuentros entre ellos a través de entrevistas y monólogos guiados por preguntas entre sociológicas y psicoanalíticas. Logra de este modo una narración en blanco y negro, que trata con éxito de establecer un puente entre la poética audiovisual y los métodos de las ciencias sociales para abordar el modo en que se constituyen los sujetos de un sector de la población parisiense de principios de los sesenta, desde la óptica más cotidiana que había sido posible producir hasta entonces. Esta película se considera un momento clave en lo que hasta aquel año había sido la historia del cine etnográfico, pues además logra avanzar en las posibilidades técnicas de utilizar una cámara más pequeña y con mejores condiciones de grabación de sonido, para acerarse, moverse y entrar en la lógica subjetiva y los terrenos de alteridad narrativa del cine. Terrenos que solo con el derrumbe de los esquemas industriales de producción audiovisual y la llegada de equipos de fácil acceso a una mayor población se abrirán paso hasta lo que conocemos hoy día, con las tecnologías digitales que hacen que existan cámaras hasta en los teléfonos celulares que cargamos en nuestros bolsillos.

Sin embargo, el énfasis de una entre tantas cosas que nos dejó Crónica de un verano tiene que ver especialmente con la mirada y el giro que implicó pensar desde la lógica del otro, desde su posición subjetiva, aspecto en el que Jean Rouch fue especialmente importante, porque fue él quien logró además integrar aquel “otro” en los dominios de la técnica y el acceso al lenguaje, para que participara activa y realmente en sus propias narrativas, produciéndolas. Es decir, su trabajo etnológico implicó en algunos casos enseñar y entregar equipos a las comunidades con las cuales construía su etnología audiovisual sembrando las bases de la despolitización que por mucho tiempo ha dominado la mirada audiovisual sobre quienes se convierten en objetos de de observación de quien posee y manipula la técnica.

De otro lado Edgar Morin va a llevar adelante un trabajo clave para las ciencias humanas incorporando no solo el cine a ellas, sino reflexiones que lograron establecer vínculos de carácter epistemológico, político y filosófico con temas como la evolución biológica y humana. Su deconstrucción paradigmática entre naturaleza, ciencia y arte, más allá de lo rimbombante del término, es la piedra angular de debates para conectar lo inconectado, en un intento por recomponer las rupturas del pensamiento cartesiano, las mismas que pusieron a los sueños y a la imaginación lejos del mundo positivista y racionalista, pero que el cine se ha encargado de reinterpretar y representar de una forma a la vez tecnológica y poética, diciendo lo que otras sociedades por fuera de las industrializadas han estado expresando desde otros lenguajes hace miles de años: que el mundo es el relato que nuestra imaginación hace de él.

Pero hay una razón aun mucho más poderosa para hablar de Crónica de un verano cincuenta años después, y es que por esos mismo días y en esas mismas calles cuando Rouch y Morin deambulaban con su camarita detrás de unos angustiados sujetos modernos, tratando de definir lo que esto era, otros, un poco más jóvenes, quizás menos academicistas, pero llenos de ímpetu, deambulaban con una cámara montada sobre una silla de ruedas abriendo paso a otra gran ruptura, no lejos de aquella, deconstruyendo el lenguaje del cine. La Nueva Ola, un movimiento de críticos y directores que irrumpía desde las revistas, partiendo de la reflexión crítica ilustrada como bien lo habían enseñado a hacer no hacía más que unos siglos los padres de iluminismo, sobre nuevas preguntas cada vez más difíciles de responder acerca de la condición humana y el fin de las utopías, las políticas y las otras: las de lo humano, la razón y el amor. Por eso no cuesta ningún esfuerzo entender lo profundamente conectada que está Crónica de un verano con Sin aliento (1959) de Jean-Luc Godard o Los 400 golpes (1959) de François Truffaut, entre otras películas de los inicios del movimiento. En ambas está presente la búsqueda incesante por saber quiénes son esos sujetos que, tanto la Ilustración como la posguerra, han arrojado al sinsentido del fracaso del proyecto moderno y que solo parece tener posibilidad de respuesta con un cambio epistemológico o de lenguaje, en las ciencias, en el arte o en el cine.

Así, el inicio de la década de los sesenta fue, al mismo tiempo, el inicio del fin de una época larga entre grandiosa y tortuosa para la cultura francesa, de la Belle Époque a las guerras mundiales con sus millones de muertos; y de éstas a la posguerra y a mayo del 68 donde saltaron preguntas que aún están a la espera de ser respondidas, dirigidas a los sueños de los enciclopédicos, a los ilustrados, los científicos y los economistas. Pero especialmente a cierto tipo de relaciones a través de las cuales se ha constituido el proyecto moderno y claramente planteadas en Crónica de un verano, en relación con “el otro” y representada en la presencia del mundo africano en la sociedad francesa y en los jóvenes negros que dialogan con los jóvenes parisienses de la película. Todo ocurría en medio de la lucha que entre tanto Argelia libraba por independizarse de Francia tras varias décadas de dominación colonial y que los argelinos ganarían un año después. Es un asunto clave, porque más allá de lo romántico que pueda resultar la nostalgia por estos movimientos y compartir la angustia existencial que tanto los motivó, el panorama es aun hoy más confuso en el plano de esa relación colonial. Pues mientras uno de los jóvenes de origen africano aclara en Crónica de un verano en 1960 que si llama a la puerta de un francés, ésta se abre, es muy poco probable que ocurriera lo mismo en la Francia de hoy día, pues sus puertas, tanto como las de casi toda Europa, están cada vez más cerradas a esa sociedad con la cual construyeron su prosperidad moderna. Esta mirada crítica no estuvo del todo ausente en los directores de la Nueva ola, pero es un hecho que no constituye su mayor preocupación, pues en general el amor, la libertad y el lenguaje son menos politizados para éstos que lo que Jean Rouch y Morin lograron politizar en su cinta de gente perdida en la inmensidad de París, hecho que para ellos es especialmente político y para nosotros particularmente importante.

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