La Nouvelle Vague

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Elkin Restrepo
Poeta. Director de la Revista Universidad de Antioquia

Jean-Luc Godard no irá a Los Ángeles en febrero próximo a recibir el Óscar de reconocimiento a una obra. La razón: que ese Óscar no es el verdadero. Tampoco había acudido en mayo a Cannes, pese a las promesas, por encontrarse en una situación griega, disculpa que nadie entendió, pero que pinta muy bien al controvertido director suizo en una de sus variadas facetas: fumarse una buena pipa y servirse un escocés, allá en su casa de retiro en Suiza, mientras toma el pelo a todo el mundo. De este espíritu singular, ya se sabe, están hechas sus películas, calificadas por muchos como geniales pero aburridas de ver para el común.

Frente a su aventura de transformar la gramática del cine, la controversia es amplia y, seguramente, interminable, pero a ella, para reforzarla la ha acompañado siempre el personaje Jean-Luc Godard, que con tanta sagacidad ha creado desde un principio, cuando con otros compañeros de generación, críticos cinematográficos primero y después realizadores, con lucidez y actitud iconoclasta, tal como también lo aconsejaban los tiempos, revoltosos para variar, iniciaron una revisión del cine dentro y fuera de Francia.

La labor, ejerciendo la pluma como espada, la realizaron desde los Cahiers du Cinema, fundados por André Bazin, su mentor, a comienzos de los años cincuenta. A su cuenta, bajadas del pedestal, quedaron unas cuantas viejas y falsas glorias, reemplazadas por directores como Hitchcock, al cual el autor de Los 400 golpes, film que por primera vez planteaba la idea del cine de autor —uno de los pilares fundamentales de La Nueva Ola—, dedicó un libro magistral. La troupe la completaban Claude Chabrol, Eric Rohmer, Agnès Vardá, Luis Malle, Jacques Demy. Su santoral, el más alto: junto a Hitchock, Robert Bresson, Alan Resnais, Jacques Rivette, John Ford, Howard Hawks, Orson Wells, Max Ophüls, Jean Pierre Melville.

Cámaras manuales de 8 y 16 mm, locaciones naturales, luz no artificial, actores aficionados y los temas de la vida corriente, constituían los elementos de este nuevo lenguaje que se planteaba ante todo como experimental y, por lo tanto, por fuera de los cánones de la industria cinematográfica; algo que, sin mayores límites o delicadezas, no tardaron ellos mismos en definir y proponer como el cine mism

En relación con Godard, F. Truffaut, la otra cabeza del movimiento, siempre se colocó en la antípoda de aquél, tanto de su cine, siempre tan intelectual, como de sus posiciones políticas. No hace mucho el Times reprodujo el documento que Truffaut publicó en favor de los policías que enfrentaban a los estudiantes en Mayo del 68, alegato que, a diferencia de las declaraciones de su compañero, era poco complaciente con estos, a los que señalaba de ser unos privilegiados de un orden que, desde su cómoda posición, decían combatir, mientras a aquellos otros, jóvenes pobres de provincia, sin mayores oportunidades, las mismas circunstancias no les dejaban otra alternativa. En lugar, pues, de la ideología y las razones políticas, Truffaut tuvo en cuenta la situación humana particular, y esto es lo que ahora destacan quienes reconocen el valor de quien levantó la voz en su favor, diciendo lo que debía decir, a riesgo de su propio prestigio y de la amistad con Godard, como en efecto sucedió. Actitud consecuente con la mirada compasiva y solidaria que del mundo ofrecen sus películas, y que lo han hecho tan entrañable a los espectadores.Tratándose de él, se hace necesario hablar también de Antoine Duanel, su álter ego en varias películas —caracterizado siempre por el actor Jean Pierre Leaud—, personaje frágil, inseguro, tierno y sentimental, cuya ilusión de la vida lo lleva a vivir siempre a los tropiezos; personaje del que se sirvió para describir en una escena memorable la pasión por el cine: la suya, la nuestra, la de todos: “La devoción por el cine del niño Antoine es tan grande que una noche, superando sus temores, y aprovechando que nadie lo ve, comete el delicioso delito de hurtarse un fotograma de la cartelera del teatro del vecindario”. Hoy, pasados cincuenta años, las principales figuras de la Nouvelle Vague, varios en edad octogenaria, han desaparecido, dejando una obra amplia y, sin duda alguna, un número significativo de obras maestras. Chabrol, tan grande como los dos anteriores, acaba de hacerlo en olor de santidad, el año anterior fue Eric Rhomer, y antes, mucho antes, Louis Malle y Truffaut. Sobreviven Agnès Varda y Jean-Luc Godard, a quien el fresco clima alpino parece garantizarle mejillas sonrosadas y vida eterna.

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