Homenaje a Luis Ospina

homenaje Luis Ospina

CELEBRACIÓN A LA IRONÍA
Por: Santiago Andrés Gómez

Es natural que nuestro Festival, en esta versión dedicada al nuevo documental latinoamericano, rinda un homenaje al cineasta caleño Luis Ospina, quien ha vivido en el 2007 un momento que lo ratifica como figura principal del documental colombiano. Además de su libro, Palabras al viento, y de la serie De la ilusión al desconcierto, dedicada a la historia del cine nacional durante el periodo 1970-1995, este año Luis estrenó Un tigre de papel, el último de sus personales 'videos-manifiesto', con el cual recibió el Premio Nacional de Video Documental y que por el atrevimiento de su concepto y la fluidez de su estilo ha despertado una admiración casi del todo sin reservas. Valgan pues estos motivos para recordar un poco la trayectoria consecuente y en cierto sentido titánica de quien alguna vez fuera llamado por Víctor Gaviria “el maestro de la Escuela de Cali”.

Luis Alfonso Ospina nació en 1949 y es tan caleño como el río Pance. Desde muy pequeño, cuando su padre proyectaba películas en la casa familiar, Luis se sintió hechizado por el cine, y en plena adolescencia realizó un cortometraje que hizo de pura intuición, sin tener idea de los métodos usuales con que se filma una historia, pero que en su breve anécdota (el paseo de un muchacho a un cementerio donde descubre su tumba) ya revelaba un interés por la muerte que lo ha acompañado toda la vida.

Apenas terminó su bachillerato, Poncho, como se le conoce, se salió de la Universidad. Hacía pocos minutos había empezado a estudiar Arquitectura cuando se dio cuenta de que, en sus palabras, “nunca me habían importado los planos de una casa, pero los de cine sí”. Casado con esa idea -que resultaría definitiva-, ingresó a la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) para estudiar Cine. Allí, después de realizar Acto de fe, una impactante adaptación del cuento “Eróstrato”, de Sartre, Luis consiguió el permiso para hacer uno de sus trabajos académicos en Cali, a instancias de Carlos Mayolo, su amigo de infancia (Mayolo vivía al frente de la casa adonde fue a parar la familiaOspina después de la famosa Explosión de Cali, en agosto de 1956). Esa película, un documental hoy histórico, fue Oiga, vea, sobre la celebración de los Juegos Panamericanos de Cali, en 1971. En Oiga, vea saltan por todas partes una creatividad y una juguetona altanería que no tenían precedentes en el politizado y radical cine colombiano e incluso latinoamericano de entonces, y esto no solo se debe a una postura anárquica (muy marcada en Mayolo) sino a una ingeniosa capacidad narrativa, plenamente conciente de los recursos del cine en su aproximación documental a la realidad y que ha sido, propiamente, el fuerte de Ospina a lo largo de toda su carrera.
Con Mayolo, Poncho realizaría tres cortometrajes más: Cali: de película, sobre la Feria de Cali; Asunción, que es la primera ficción de Ospina, y el poderosoAgarrando pueblo, el primer falso documental de la historia del cine nacional. Con esta película Ospina y Mayolo pusieron fin a su carrera común como realizadores, aunque siempre siguieron trabajando en estrecha colaboración, y quizá la razón de esa separación está en que durante el montaje hubo algunas fricciones que establecieron pronunciadas diferencias entre ambos. La idea de representar el acercamiento tendencioso y ventajista de un documental morboso, enmascarado en la denuncia social, se transformaba al final, según querían los directores, en un asalto al espectador y en una tremenda diatriba a quienes por entonces, quizá de un modo inconciente, abusaban una y otra vez de la imagen dolorosa de nuestras tierras en beneficio exclusivo del bolsillo del productor y del prestigio del realizador… Pero lo más llamativo de la película -y se debe sobre todo a las sutilezas formales de Ospina- fue su forma de hacer ficción sobre ese tipo de documental: ya que tal ficción se ocupaba del trabajo de unas personas que, bien que mal, se enfrentaban a la realidad, ésta se imponía a la ficción y, en últimas, con todo gusto por su parte, ya que la gente entró a ajustar cuentas en la representación con un fuego que solo se había visto en el mejor cine latinoamericano de esos tiempos (Rocha, Titón o Ruiz).

Cuatro años más tarde, en 1981, Ospina dirigió Pura sangre, un largometraje que también se ha hecho famoso pese a que, en su momento, el fracaso que tuvo en la taquilla condenó a Luis, prácticamente, a abandonar el cine. Lo último que este realizador hizo en celuloide, por lo menos hastaSoplo de vida, mucho después, fue En busca de María, un hermoso documental sobre la película muda colombiana, ya perdida, María. Este trabajo supuso un decidido encaminamiento de Ospina hacia el documental y -dentro de él- hacia el rescate de la memoria de obras, eventos y personajes olvidados o desoídos.

De ahí en adelante, su obra se hace en video, de un modo casi visionario, pues se anticipa al trabajo de grandes cineastas en este medio. Si los primeros documentales de este periodo no tienen mucha resonancia, ya que son largometrajes (Andrés Caicedo: unos pocos buenos amigos, Antonio María Valencia: música de cámara), con el tiempo toman el aura de verdaderos clásicos. Luego viene un tiempo en que los documentales de Luis se concentran en el formato de mediometraje, y a la vez que esto los vuelve más accesibles, su impronta ágil y la inusual temática urbana que manejan adquieren una incidencia enorme. Así, Ojo y vista: peligra la vida del artista se convierte en el primer capítulo de la serie Rostros y rastros, de UVTV, un espacio que, transmitido por Telepacífico, se hará legendario en la historia de la televisión colombiana por permitir a Cali pensarse a sí misma de un modo en que solo lo podía hacer el documental en video. Ese admirable riesgo, pues, es una deuda que la cultura de nuestro país tiene con Ospina y con nadie más, ya que si Gaviria realizaba por esos años un trabajo parecido en Antioquia, el compromiso absoluto del caleño con el video documental y su ejemplar conocimiento de las amplias posibilidades del mismo son fundacionales.

Desde Nuestra película, que trata sobre los últimos días del pintor Lorenzo Jaramillo, los trabajos de Ospina cobran más amplio aliento. A esa película -un largometraje- la cruza una inquietud sobre los límites que hay entre el narrador y lo narrado, y después de ella nada volvió a ser igual en la obra del caleño. Un video como Mucho gusto, colmado de testimonios, nos habla más que nada de la enorme receptividad de un documentalista como Poncho, y nos exige esa misma capacidad de asimilar y discernir al otro. Por su parte, La desazón suprema, sobre Fernando Vallejo -otro largometraje, posterior a la hermosa e incomprendida ficción de Soplo de vida, que fue la última incursión en cine de Poncho-, se adentra en los vericuetos de su personaje de un modo tal que trasciende la realidad explícita. Son muchos los detalles de esta película que permiten entender su asunto no tanto como un hecho real sino como una verdad profunda que solo tiene que ver con lo que sucede de un modo menos anecdótico o histórico que mental.

Hubo que esperar cuatro años para que Luis Ospina nos mostrara hasta dónde lo había llevado lo que, en una entrevista con Carlos Henao, llamaba “cinéma mentiré”, en oposición al cinéma vérité de Jean Rouch, con el que parecía haber entrado en conflicto. Un tigre de papel es una película deliciosa porque teje con lujo de detalles la historia de un ser que no existió. La narración documental de Ospina es aquí tan convincente como en Antonio María Valencia, que también trataba, por medio de testimonios y del registro de documentos personales, sobre alguien de quien no existía ninguna filmación, pero hay algo que está por encima de la gracia que tienen las historias del Loco Bejarano o de Jaime Osorio sobre Pedro Manrique Figueroa, y es que la penetración que se logra hacer en este personaje es a la vez un retrato de una época y de lo que fue íntimamente el hombre, el ser humano, en esos tiempos. Un deseo sin nombre es el que mueve a Manrique y a su generación, un deseo que no logra ser restringido ni a la ideología militante, ni a la práctica artística, ni a las fugas cósmicas de la droga: el deseo de sobreponerse ante un mundo que no nos basta, en el que no cabemos.

Lo último de Ospina nos hace ver, contrariamente a lo que piensa uno que otro, que la época que él retrata en Un tigre de papel no ha pasado del todo, aunque haya pasado definitivamente. Ese tipo de ironía es muy parecido al que este maestro había logrado en Agarrando pueblo, cuando el montaje que se hacía en la entrevista de Ramiro Arbeláez a la familia pobre nos hacía caer en cuenta de que el documental de denuncia era inútil porque todo lo que mostraba era real. El genio de Ospina no se agota en estas dos películas, pero es en ellas donde se encuentra en su mayor expresión.
Brindemos hoy por él.

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