Pequeña historia de la mujer y el cine en Argentina

O algunas cosas que viene bien saber por si se habla del asunto en una cena con amigos

Nicolás Durán
Licenciado en cine y televisión de la Universidad Nacional de Córdoba (Argentina), en la que es profesor de guion; máster en Comunicación de la Universitat Jaume I de España; script doctor de proyectos audiovisuales de ficción. Guionista y realizador argentino.

Ilustraciones: Myriam Rousseau

 El cine nace en Argentina casi al mismo tiempo que en Europa. De hecho, el primer largometraje argumental, Amalia, data del año 1914; es decir, uno antes que El nacimiento de una nación y diecisiete que El acorazado Potemkin.
Más de seis décadas después María Luisa Bemberg filma Momentos (1980) y se gana el derecho de contarles a sus nietos el haber sido la primera mujer en dirigir una película en el país. Tenía para entonces cincuenta y ocho años, más de veinte vinculada al ámbito teatral y dos guiones no filmados por ella.

¿Qué se puede contar del rol de la mujer en la industria del cine argentino hasta entonces? Lamentablemente, no mucho. Solo su presencia en las áreas que ocuparon históricamente dentro de la actividad y que les eran consideradas “naturales”, tal vez casi por descarte al no pensarse como tareas propias de un hombre, es decir: vestuario, maquillaje, escenografía o, la labor más técnica a la que tenían acceso, cortadora de negativo.

Hubo dos excepciones a esta constante.
La una, Beatriz Guido, ya novelista consagrada y, a partir de mediados de los años cincuenta, guionista de la mayor parte de la obra de Leopoldo Torre Nilsson, ya sea adaptando obra literaria propia, como La caída (1959), de terceros como El santo de la espada (1970), o bien generando guiones originales, como El secuestrador (1958).

La otra, Aída Bortnik, fue guionista de una docena de largometrajes, entre los que se destacan hitos como La historia oficial, ganadora en Cannes y del Óscar a la mejor película de habla no inglesa en el año 1985, y grandes éxitos comerciales y de crítica como La tregua (1974) y Tango feroz (1993).

Vale señalar que, si bien ambas autoras consiguieron consolidar sus espacios específicos de producción en tiempos en los que estos roles no eran ejercidos por mujeres, sus desarrollos narrativos no estaban muy lejos de los cánones de la época en cuanto a la tipología del conflicto y a la jerarquización de género de los personajes.
La irrupción de Bemberg en el panorama de la industria local significó un hito no solo por el hecho estadístico de que se trataba de la primera mujer directora, sino más aun porque militó activamente en el espacio feminista, y entendió su cine como una oportunidad particularmente apta para la lucha por la defensa de los derechos de la mujer.

No nos hace falta ser semiólogos para observar los cambios que introduce en la consideración del rol de la mujer dentro de la narración. A lo largode toda su filmografía, los personajes femeninos no son un objeto más del decorado ni el premio por el cual se pelean los dos forzudos de turno, sino que adquieren jerarquía de protagonistas, accionando per se en función de sus deseos y necesidades, objetando así los roles y los espacios de poder que les eran asignados en una sociedad marcadamente patriarcal.

Estas heroínas, en general de clase media acomodada como la propia autora, se debaten entre una vida ordenada y heredada pero no elegida y la persecución de sus propias pulsiones internas, generando tensiones sociales mientras emprenden esta suerte de viaje de autoconocimiento.
En épocas en las que el cine argentino era bastante menos prolífico que ahora, no es poca cosa que Bemberg haya conseguido establecerse como una autora de referencia dentro de la industria, completando un total de seis largometrajes. Más aun, varios de sus filmes tuvieron un gran suceso comercial y aceptación de la crítica, llegando incluso uno de ellos, Camila (1984), a ser elegida como la candidata argentina al Óscar.
Casualidad, o no, la producción de casi todas sus películas la realizó otra mujer, Lita Stantic. Si bien también dirigió un largometraje, tiene su lugar bien ganado en la historia del cine nacional sobre todo porque sin su labor como productora se hace difícil imaginar el llamado Nuevo Cine Argentino (o Segundo Nuevo Cine Argentino, para otros).
Aquí hay un punto de giro en la relación de la mujer y el cine. Y para poner en contexto algunas cosas nos hace falta un párrafo aparte. Muchas tesis se han escrito sobre el asunto, así que prometo intentar ser breve.


¿Qué fue el Nuevo Cine Argentino? Es difícil definirlo por la positiva, ya que se trata de un corpus realmente amplio y heterogéneo, en el que no existe unidad programática alguna, e incluso probablemente ninguno de los realizadores usualmente incluidos en esta categoría se consideran a sí mismos como tales.

Sin embargo allá vamos. Hubo sin dudas un cambio generacional, ya que ninguno de ellos pasaba la barrera de los treinta y cinco años. Hubo también una ruptura a nivel temático, dejando de lado los grandes conflictos existenciales o el drama costumbrista, y centrándose en el microcosmos social en descomposición propio de fines de los noventa. Esto se observa claramente en la estética de los diálogos, donde se pasó de un canon casi literario y a veces hasta declamativo, a una lógica urbana más anclada en lo cotidiano y en el argot. Por otra parte, la puesta en escena adquirió un estilo “desprolijo” fundado en búsquedas estéticas personales, pero más aun en las limitadas condiciones técnicas en las que filmaban.

Y, ahora sí, llegamos al rasgo que de verdad nos interesa.

Históricamente, el desarrollo de una carrera profesional dentro del ámbito audiovisual suponía una especie de pirámide ascendente desde los roles más técnicos hasta los más calificados, incluso en los casos de herencia familiar del oficio. Esto funcionaba como una suerte de filtro no premeditado para las mujeres, ya que estas no se encargaban de ninguna de las áreas técnicas realizativas del proceso.

Pues bien, a mediados de la década del noventa esta lógica experimentó cambios profundos, ya que a partir de entonces la popularización de formatos tecnológicos digitales accesibles y la aparición de numerosas escuelas y espacios de formación en cinematografía, posibilitaron el acceso de nuevas voces al ámbito audiovisual en general, y la llegada de la mujer a instancias jerárquicas de toma de decisiones en particular.

Mucho tuvieron que ver con esto también la implementación por parte del Instituto Nacional de Cine de concursos de apoyo a la producción audiovisual exclusivos para realizadoras, y la conformación de la fundación La Mujer y el Cine por parte de un grupo de mujeres relacionadas con la actividad (Bemberg y Stantic entre ellas), que si bien ha perdido algo de incidencia, en su momento significó un espacio político de visibilización de la problemática, llegando incluso a convertirse en una instancia concreta de apoyo económico a proyectos llevados a cabo por mujeres

Justamente Lita Stantic fue la productora de la multipremiada La ciénaga (2000), uno de los hitos fundacionales del Nuevo Cine Argentino. Su directora, Lucrecia Martel, se ha convertido con el tiempo en una referencia fundamental en el panorama contemporáneo, desarrollando temáticas de relato y un lenguaje audiovisual muy personal e identificable.

Todos estos cambios han hecho que, en cuanto a la variable de género, el panorama actual de la actividad sea realmente diferente al de veinte años atrás. Hoy son numerosas las realizadoras que han conseguido establecerse y filmar con continuidad.


Anahí Berneri, Albertina Carri, Verónica Chen, Paula Hernández, Ana Katz, Celina Murga, Liliana Paolinelli, Lucía Puenzo, Sandra Gugliotta, Ana Poliak, solo por citar algunos nombres, son hoy habituales en el panorama audiovisual argentino. Todas ellas llevan en su equipaje al menos tres largometrajes, y son frecuentes animadoras de la escena festivalera internacional. De hecho, Wakolda (2013), de Lucía Puenzo, fue Selección Oficial en Cannes, y es la actual representante argentina al Óscar.

Así y todo, si echamos una mirada a los números del año 2010 a la fecha, aun en este panorama alentador, nos encontramos con que de los 416 estrenos de películas argentinas en el país, solo 55 fueron dirigidas o codirigidas por mujeres. Por si a alguien le interesa la cuenta, es algo así como el trece por ciento.

Una vez más, y como con casi todo en la vida, toca decidir con qué mitad del vaso se queda uno.

No deja de ser significativo que en este nuevo contexto prácticamente ninguna de ellas se reconoce a sí misma como “feminista”, pero sí todas reivindican la potestad de narrar en imágenes desde su lugar individual y de género, con las correlaciones estilísticas y argumentales que esto supone en cada caso.

Y aquí se impone el interrogante que está detrás de toda reflexión que transite este espacio, y que excede largamente las ambiciones de este texto: ¿es identificable la mirada femenina en el cine argentino?, y luego, ¿existen entonces estilemas reconocibles de “lo femenino”?
Solo diré que creo que afortunadamente esto es tan innegable como imposible de responder de forma abarcadora. En cualquier caso siempre está bien buscar pedacitos de esa respuesta sentándose a ver algo con ganas o poniendo el ojo detrás de una cámara.

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