Entrevista Miguel Littín

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Miguel Littín: “Cuando yo filmo soy muy feliz”.

Esa mañana, agonizante, busqué a Littín por el PBX del Intercontinental hasta que una voz me comunicó con la suya. “Maestro”, le dije con cierta vergüenza y suplicándole al Dios del que ninguno de los dos acababa de descreer que él no tuviera objeciones, “quisiéramos posponer la cita un par de horas”. Algo dijo con unos ruidos que no articulaban palabras pero sí daban a entender su consentimiento: tanto como yo, necesitaba esas horas adicionales para recuperarse de su primera noche en Medellín, “una ciudad muy misteriosa, muy bella, muy llena de lugares, de sitios, de rincones”.

A las dos de la tarde, él, yo, el mundo, estábamos frescos en el lobby. Littín no era cálido como la ciudad. He estado cerca suyo en dos festivales de cine, uno en el Caribe y otro en los Andes, he leído unas cuantas entrevistas suyas, he visto algunas de sus películas –fascinado por unas, desencantado de otras–, leído el libro suyo que escribió García Márquez, y lo conozco lo suficiente para saber que no hay que molestarlo sin necesidad: es absolutamente frío con los desconocidos. Claro, no es que no le guste la gente; no en vano recalca con frecuencia su militancia en la izquierda y su opción por las luchas populares. Carece de esa pose a veces forzadamente meliflua de los intelectuales revolucionarios y sólo viaja en primera clase, pero en cambio es de tal seriedad y de tal disposición a solucionar problemas, que resulta el invitado ideal para un evento que tiene que vérselas con toda clase de traumas organizativos.
Si a lo anterior agregamos los estragos de una noche en ciudad nueva, tenemos a un Littín que te mira como haciéndote saber que todo quisiera en ese momento menos estar con vos. Pero no hay que arredrarse. Tan pronto comprende que no estás ahí para molestarlo, que no pretendés convertirte en su amigo sino apenas sostener con él la entrevista que por lógica, por ser el personaje que es, debía dar, su actitud se distiende y durante las próximas dos horas nada en el mundo será más importante para Miguel Littín que tu atención.

¿Le ha gustado nuestra geografía, maestro?
Y la gente también. Los dichos, las formas de hablar. Hablan muy rápido, a veces no se entiende.

¿Y por qué no había venido antes a Medellín?
No se había dado la oportunidad. A Colombia he venido mucho. Bogotá es una ciudad entrañable. Para mí está muy ligada a mis recuerdos del exilio. Cuando vivía en México iba a Bogotá porque se parecía a Santiago y tenía muchos amigos entre los cineastas colombianos. Cartagena de Indias es un sitio que tiene mucho que ver también con el desarrollo mismo de mi carrera, con el cine latinoamericano. Hacen el festival más antiguo de la América Latina y, sin duda, también uno de los más prestigiosos y más importantes. La figura de VíctorNieto, una figura importantísima. Y bueno, tengo una relación también con el arte, con la narrativa colombiana: Cepeda, Álvaro Mutis, naturalmente García Márquez, Botero. Yo tengo un entrañable cariño por Colombia y también mucha admiración por sus cineastas, mucha amistad con ellos.

¿A quién recuerda en primea instancia, cuando piensa en el cine colombiano?
Bueno, a Víctor Gaviria. Admiro mucho sus películas. Me gusta mucho La vendedora de rosas… me gustan mucholos filmes sobre esa juventud desarraigada, desesperada, que no tiene futuro, que no tiene destino. Eh, Lisandro Duque, me gustan sus filmes y… El arte es como el amor, ¿no? Uno ama más a unas mujeres que a otras, pero no desconoce tampoco el resto. O sea, la gran variedad le da una riqueza al cine colombiano, admirable también en el documental… obras llenas de humor. Jorge Alí Triana me interesa siempre.

Usted decía, al llegar a Medellín, que admiraba del cine colombiano lo sobrio y lo profundo de esa cercanía a las calles.

Sí, y esa mirada que tiene con el ser humano y con los problemas de la calle, una forma de narrar eso sin pomposidades, sin falsas pomposidades. Es lo antiartificial desde el punto de vista cinematográfico. Es un realismo no naturalista, un realismo profundo. Y quizá esté a punto de alcanzar una cumbre muy alta. No sé cuándo lo alcanzará porque no soy profeta, pero hay autores que están dotados de un notable talento, y diría que de una humildad que es muy importante en el arte, saber mirar. Cuando los cineastas se ponen por sobre la obra, el cine cobra muy caro. El cine reconoce la humildad del autor, el autor que no se nota, que no marca sino que dibuja, pinta, registra, proyecta, profundiza.

En este momento hay alborozo en Colombia porque, en apariencia, está ocurriendo un renacer del cine. Existe la esperanza de que por fin se establezca una industria. Uno mira a Chile y pareciera que también hay algo similar, y Argentina, y algunos otros países. ¿Cree usted que en América Latina están dadas las condiciones al fin para que haya una industria con alguna estabilidad?

Mire, el problema es muy complejo. Es verdad que en algunos países se advierte que hay un impulso en la producción. Si usted mira el panorama general, sin duda se advierte que hay tres países que son vanguardia en lo que es industria: Argentina, Brasil y México. Los demás estamos a grandes distancias. Yo incluso he señalado en algunos momentos que en América Latina hay más de una cinematografía. Hay una cinematografía desarrollada que casi ya podría competir con los centros industriales que lideran en el mundo como Hollywood. Es el caso de Argentina y de Brasil. Y hay otra cinematografía como la de Bolivia, la de Paraguay, la de Colombia, la de Uruguay e incluso la chilena, que subsiste y a veces, en algunos momentos, progresa en número de obras. Pero no es sustentable ese crecimiento. Y no es sustentable por una razón muy poderosa: porque nosotros no somos dueños de nuestros mercados, no tenemos espacio en las pantallas. Claro, yo recibo con alborozo que el cine colombiano tenga un momento de auge, pero pienso siempre cuándo se verán en Chile las películas colombianas, y cuándo se verán en Argentina, y cuándo se verán en Brasil, y cuándo se verán en este extenso y maravilloso continente que es la América Latina. Cuándo alcanzaremos la posibilidad de tener la libertad que tiene la literatura, que va de país en país y se lee. Ya nadie pregunta si García Márquez es colombiano o si es argentino o si es chileno: es latinoamericano. Hay una pléyade de autores que se leen. Poetas, como Neruda, que se leen en todos nuestros países como si fueran parte del continente, y a eso tenemos que aspirar los cineastas. No podemos quedarnos, cada uno, refugiados en pequeñas nacionalidades. Pertenecemos a una gran nacionalidad que es la latinoamericana y ya es tiempo de que nos integremos, ya es tiempo de que nuestros filmes pasen de un lado a otro con absoluta y total libertad. Ya es tiempo de que eso lo comprendan los políticos, lo comprendan los presidentes de las repúblicas, lo comprendan los ministros de cultura y tomen cartas en el asunto, porque hasta ahora todavía no han tomado. ¿O le temen a la industria norteamericana? ¿O tienen miedo de ser un poco más audaces y de ser latinoamericanos? O pareciera que no escucharan. Pero nuestras cinematografías no van a resolver sus problemas una a una. Producimos más, pero ¿dónde se están exhibiendo las películas? Supongamos que para países como Chile y Colombia diez películas fuera un número de excelencia. Bien, y si pasáramos a veinte o a treinta ¿dónde se exhiben? ¿Dónde está el público? ¿Dónde está la posibilidad, incluso, de recuperar la parte industrial? Porque siempre que se habla del cine, se habla como un fenómeno estético. Es arte industrial, y muy pocas veces el cine es arte, casi siempre es industria. Entonces, ese producto que es industrial, que necesita recuperar el dinero para poder seguir invirtiéndose, necesita consumidores. Los consumidores nuestros están aprisionados por una gran industria que es la norteamericana, y eso se llama imperialismo cultural. Si eso lo entendieran nuestros gobernantes, habríamos dado un gran paso.

Es muy simple. En la misma medida en que existen producciones, existen películas, existen espectadores que tenemos que reconquistar: ir a la gente joven, ir a la juventud, hacernos todas las necesarias autocríticas para cautivar a los espectadores, porque a los espectadores no se les puede obligar ir al cine. Este es el momento de llamar a concitar voluntades, voluntades de integración. Ya nos dividieron políticamente. Ya destruyeron de algún modo, durante siglos, el sueño de Bolívar de que fuéramos un solo continente. ¡Qué razón tenía el Libertador cuando decía que si no nos uníamos como un continente seríamos oprimidos por la América del Norte! Bien, es tiempo de empezar a recuperar espacios, recuperar sensibilidad. Una emoción recorre toda la América Latina. Pues que la emoción no sea sólo de los cineastas, hagámosela llegar también al espectador, al muchacho, a la muchacha universitaria, al hombre, a la mujer, a todos.

AMISTAD ENTRAÑABLE

Todos los que hemos visto la obra de García Márquez en cine concordamos en que hay dos o tres muy buenas películas por encima del resto, y una de ellas es La viuda de Montiel [1979]. ¿Cómo ve usted retrospectivamente esa película? ¿Cómo ve panorámicamente el tema de García Márquez en el cine, que genera siempre una discusión candente?
Yo, afortunadamente, no soy crítico. Por lo tanto puedo hablar como realizador. Yo fui muy feliz cuando filmé La viuda de Montiel, y he sido muy feliz siempre en mi relación de amistad con García Márquez, con Mercedes, con su familia. Porque él tiene la gran capacidad de proyectar esa felicidad, esos triunfos de él hacia los demás. Tanto así, que cuando ganó el Nobel todos pensamos que lo habíamos ganado nosotros. Solamente lo he visto en dos personas, lo he visto en él y en Neruda. Tuve la gran suerte de ser amigo, de joven, de Neruda. Y ellos trasmiten y proyectan esa sensación de felicidad y de logros artísticos. Es que la naturaleza humana, en algunos hombres de América Latina, como que recoge la fuerza de la naturaleza, de la vida, de los vientos, de los ríos; son síntesis geniales de lo que somos, de la identidad latinoamericana. Entonces cuando yo hice La viuda de Montiel estaba contagiado de todo ese entusiasmo, y le diría: de esa audacia. Yo nunca he sido un hombre muy tímido en términos públicos, en términos privados sí… He sido un poco audaz, en realidad, y a veces hasta irresponsable en las decisiones que he tomado en la vida.
Y cuando tomé a García Márquez, no tomé el cuento que él me dio, que es La viuda de Montiel. Tomé la base, la primera frase que dice: “Cuando murió don José Montiel, todo el pueblo se sintió vengado, menos su viuda”. Y bueno, escribí el guión. Lo que pasa es que la película consiste en responder esas dos preguntas: ¿Por qué el pueblo se sintió vengado? Y ¿por qué no su viuda? El odio y el amor, la pasión política y la pasión del amor carnal, la sensualidad, la fuerza, la tragedia. Al mismo tiempo esa frase contiene una tragedia, pues estamos hablando de un hombre que ya no tiene posibilidad, ni siquiera, de dar más elementos para la respuesta, porque está muerto. Pues cuando murió José Montiel, ya no está, es un sino trágico que no se puede revertir. Por lo tanto, puse personajes de Los funerales de la Mamá Grande, personajes de Cien años de soledad, frases del mismo Gabo, frases discutidas, conversadas, habladas… y me tomé la libertad de hacer la película que yo quise. Y amé mucho esa experiencia. Fui a un pueblo al sureste de Veracruz, que se llama Tlacotalpa, donde parecía que el tiempo se había detenido en los relojes, en las grandes paredes. Ese pueblo se detuvo hace cien o ciento cincuenta años atrás, y nunca más cambió. Las mesas estaban puestas, con las vasijas puestas como si alguien hubiera llegado a sentarse y comenzara la cena, o comenzara el almuerzo, o comenzara la tertulia. Los pianos de cola en los jardines, la lluvia constante, la lluvia constante como Isabel viendo llover en Macondo. Melancólico, pero al mismo tiempo preñado de tragedia, porque, claro, si la melancolía, en este caso la evocación amorosa de la viuda, contrasta con la violencia del pueblo que odia y quiere venganza sobre quien dictó las leyes, se apropió de las aguas, se apropió de las tierras y fue el gran señor del pueblo como lo era la Mamá Grande. Es decir, que la Mamá Grande y Montiel eran de alguna manera la misma cosa, y de alguna manera la Mamá Grande y Montiel se reflejan en la vida de la viuda, pero desde la otra visión, desde el anverso de la medalla.

De esa misma época es El año de la peste [1978], que escribió García Márquez para que lo rodara Felipe Cazals. Y en estos días me encontré una declaración de Cazals que se me hizo, no sé si equivocadamente, una excusa al porqué la película no cuajó del todo. Algo así como que García Márquez no dejaba de ser un escritor de literatura, a pesar de que todas las imágenes, sobre todo de los libros de su primera época, aparentemente son tan cinematográficas, y que entonces eso hacía muy difícil convertir los guiones de García Márquez en imágenes cinematográficas y en películas que se defendieran sólo como cine. ¿Qué piensa de eso?
Que yo tengo una gran amistad con Felipe Cazals, somos muy amigos. Yo soy muy amigo de Felipe y no soy crítico de cine.

Jaime Humberto Hermosillo decía hace poco: “El realismo mágico es muy difícil de verter al cine”. Y lo que dicen algunos académicos es, bueno, la parte de García Márquez que es más o menos realismo a secas, da unas películas de una factura más sólida, tipo, creo, La viuda de Montiel, y en cambio donde hay más realismo mágico es más difícil convertir eso a imágenes en cine, y un ejemplo que mencionan con cierta reiteración es el de la Eréndida [1983] de Ruy Guerra.
Mire, pasando al problema de la literatura y del cine, que es lo que usted me está preguntando, la historia del cine y la literatura es tan vieja como el hombre. Cuando el hombre cerró por primera vez los ojos y evocó lo que había ocurrido el día anterior, ya empezó a hacer su primera película. Luego pasaron cientos y cientos de años para que se descubriera cómo transmitir esos sueños y esas evocaciones a través de aparatos distintos, de la luz, de los hermanos Lumière y de otros descubridores. Pero el cine existe con el hombre mismo como existe la memoria, y como existe la literatura. Los primeros filmes están grabados en las Cuevas de Altamira, es lo que el hombre vio, los búfalos que vio correr, el movimiento, y la necesidad que él sintió de trascender al momento vivido. Esa trascendencia del momento vivido que hace que el arte sea tan importante para el hombre porque mantiene la memoria y la extiende. Porque no solamente expresa en forma evidente, sino que, además, trasmite una filosofía de la vida. Cuando yo pongo la cámara, y muevo la cámara, y busco mi objeto, y no busco transformar al sujeto en objeto sino al contrario, mi instrumento es la cámara, estoy buscando no solamente trasmitir el momento sino trascender el momento.
Sería insensato trasmitir en imagen lo que está dicho en palabraporque son lenguajes distintos. Cuando alguien inicia los Cien años de soledad y dice: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”, no se puede hacer en cine sencillamente porque son tiempos que no se pueden conjugar. Si usted lo pone en el cine va a poner un pelotón de fusilamiento, unos fusileros y un plano medio o un primer plano de un coronel, que lo van a fusilar y que recuerda. Y eso no es buen cine; sin embargo, la frase literaria es maravillosa. Y, dígame usted, que alguien me explique cómo pueden conjugar en cine el “había de recordar”. ¿Dónde está el presente? ¿Dónde está el punto de partida de esos recuerdos? ¿En qué momento del libro el Coronel tiene ese momento de reflexión? Dígame ¿en qué página del libro?

El fusilamiento mismo tampoco se produce si quiera.

Y entonces, en El cantar de los cantares, ¿cómo traducir la belleza de esa poesía, del amor de David por la doncella o por las doncellas?O cuando Kazantzakis dice en La última tentación de Cristo: “Todas las mujeres son las mismas, son una sola”, bueno, Scorsese intentó hacerlo. Jesús baja de la cruz, y no sólo está con María Magdalena sino que también yace con las hermanas de María Magdalena, porque todas la mujeres son la misma, todas es una sola. Cuando Neruda dice en el Canto general, en Alturas de Machu Picchu, “hundí la mano turbulenta y tierna / en lo más genital de lo terrestre”, si usted lo pone en imágenes, así, literalmente, son imágenes que no dicen absolutamente nada, más que alguien que mete la mano en un hoyo en la tierra, y él está diciendo “lo más genital”, “turbulenta y tierna” “en lo más genital”. Es decir, las palabras tienen un valor y las imágenes tienen otro valor. Son lenguajes distintos y debemos gozar de todos e independizar. Yo comprendo que los colombianos vivan subyugados por García Márquez, es su gran escritor, es el gran mago de las palabras, pero deben dejar que se libere. Deben gozar de la literatura y gozar también las películas: son separadas, son mundos distintos. Yo leo a Cervantes y puedo ver la película del Quijote y me pueden gustar las dos cosas. O sea: ¿por qué le vamos a negar la posibilidad a Cien años de soledad de plasmarse en imagen?

NO COMO UN CONEJO

Otro momento feliz de su relación de amistad con García Márquez es el reportaje La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. ¿Qué recuerda de esa época y cómo la ve tantos años después?
La verdad es que yo estaba en el sur de Chile en ese momento, y andaba… clandestino. Incluso había escrito una carta al presidente de la Corte Suprema, diciéndole que, como yo era cineasta, ponía a disposición de él mis películas para que me juzgaran por mis películas y dijeran qué delito había cometido que yo no podía estar en Chile. Estaba siendo muy buscado por la dictadura. Porque la dictadura a lo mejor permite que la burlen otros dictadores u otros militares, pero no un cineasta, porque se supone que no sabemos cómo burlar los sistemas de seguridad, y yo había entrado y había salido varias veces. Entonces estaba en un momento muy especial, y uno de los nombres que yo tenía era Gabriel, era un nombre supuesto. Entonces, me avisan que tenía una llamada telefónica, una llamada telefónica a determinada hora, en un lugar, y estoy ahí y alguien me dice: “soy Gabriel”, cómo, Gabriel soy yo, dije del otro lado. “No chingues, Littín”, me dijo, “estas cosas se cuentan, soy Gabo”. “Está bien”, dije yo, “cómo querés que te lo cuente si estoy clandestino. Cuando salga nos veremos, ¿de acuerdo?”. “De acuerdo”. Terminó el asunto y él llegó a mi casa de Madrid.

¿Eso fue como en el 85?

Sí, en el 85. Y nos vimos y nos reímos mucho porque ya éramos cómplices de la situación. Y entonces, “bueno ya, cuéntame”, y yo le empecé a contar y le conté varios días, no me acuerdo cuánto. Y me preguntaba más cosas y más cosas y más. Yo no sabía lo que estaba haciendo Gabo. Pensé: seguramente va a escribir un artículo. Él me dijo: “cuéntame solamente lo que puedas decir, no me cuentes nada de lo que no puedas decir”. Entonces, como resultado de eso, un día me encontré con un manuscrito en las manos, que me llevaron y me dijeron “esto lo manda Gabo”. Yo tomé el manuscrito en las manos y lo registré: La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile. Lo empiezo a leer y está en primera persona. Y le digo yo a Eli, mi mujer, “no, yo no quiero leer más, léelo tú porque yo no”. Y me dice: “pero ¿por qué no?”. Pero yo pensé que ella sabía. Gabo es muy cómplice con las mujeres de los… es muy amigo de mi mujer, la quiere mucho. Y yo le digo pero mira, está escrito en primera persona. ¿Cómo el Gabo escribe en primera persona? Dice: “Yo, Miguel Littín, hijo de Hernán y de Cristina…”. ¿Cómo lo hace? Parece que estuviera hablando yo y no soy yo, es él. Pues claro, uno descubre, como él mismo lo explica en el prólogo, que ese es su estilo. El estilo de un escritor es el escritor, él no pude dejar su estilo. Sin embargo, no dejo de ser yo el que habla. Y claro, lo leí y quedé absolutamente sorprendido, cuando fui y tuve la valentía de leerlo.
La verdad es que me costó menos estar clandestino en Chile que leer el libro. Le cuento por qué: si Dostoievski escribe sobre uno, o Hemingway escribe sobre uno, o Proust escribe sobre uno, ¿cómo lo corrige uno? ¿Qué le dice uno? Pero uno es uno, ¿no? Y, por lo tanto, había un par de frases y de cosas que a mí no me gustaron y entonces el Gabo me dijo “ya, táchalo. Bórralo”. ¿Y cómo lo borro? Estoy borrando al premio Nobel, y al Gabo querido, y al gran amigo, y al gran escritor que nos ha hecho tan felices y que cada vez que escribe nos hace felices a millones de seres humanos en la Tierra, ¿y yo lo corrijo? No, no es fácil, no es fácil. Y corregí algunas cosas y él miró y me dijo “bueno, pero ¿por qué me borraste esto?” ¡Me borraste! [risas]. “No, yo no lo borré”. “¿Cómo no? Está ahí tachado: ‘corría asustado como un conejo’”. Y le dije: “Esa frase no, Gabo, porque yo no corrí nunca asustado como un conejo”. Y me dijo “bueno, pero todo el mundo tiene miedo alguna vez”. “Es posible”, le dije. “Pero yo no corrí nunca asustado como un conejo”.

¿Y usted tuvo miedo en el momento en el que hacía ese trabajo?
Es posible, pero no como conejo. Pero ya es una conversación de amigos, te das cuenta. No es una conversación literaria tampoco, es una conversación de amigos. Y luego decía, “entonces dejé de usar mis casacas, mis chaquetas…”, llenas de no sé qué cosas, unas chaquetas como de, me imagino, de dorado, unas chaquetas de cuero. Y digo “yo no he usado nunca esas chaquetas”. “Bueno, pero yo sí”, me dice. “Bueno, ponlo tú, pero yo no, no me pongas a mí…”. Bueno, ese tipo de cosas. Luego el libro cuando salió estábamos muy felices y yo vine a presentarlo, ni más ni menos, y esta es la audacia: él me dijo “anda tú porque yo no quiero ir”. Fui a Bogotá y presenté el libro. Llevaba todo un discurso escrito y, cuando me di cuenta, estaba frente al auditorio que estaba compuesto por mucha gente célebre de Colombia: ministros, ministras, gente ligada con el poder y una gran multitud, inmensa multitud.

Usted logró sentirse coautor del libro?
Bueno, yo no es que me sintiera coautor del libro. Como yo soy autor de tantas cosas, la verdad es que no tengo ese problema. Pero sí soy el protagonista del libro. Y, después en las calles, entre altos de sandías, de frutas, de papayas, frutas tropicales y todo esto, había montones de libros de Miguel Littín clandestino en Chile. Y los voceadores decían “el último del Nobel, Littín clandestino en Chile, Littín…”. Y me descubrían y yo empezaba a firmar, y a firmar, y a firmar libros. Y eso hasta ahora. La gente, naturalmente, me pide que se lo dedique. Es más o menos lógico. Salman Rushdie me mandó un mensaje y en ese momento él estaba clandestino por Los versos satánicos. Yo lo conocía desde las salas de arte y ensayo en Londres, donde se da cine latinoamericano, y por supuesto mis películas. Y entonces él me decía: “Yo conozco a Littín como un cineasta. Pero cometió el más grande error de su vida, que es dejar que García Márquez lo convirtiera en un personaje de sus novelas. Ahora nadie va a creerle que él existe”. Yo fui a todas partes del mundo a presentar el libro, y por lo tanto ha quedado constancia de que existo, como le consta al ex presidente Betancur, que me invitó a almorzar un día, para mi sorpresa porque yo no lo conocía ni él a mí tampoco, y cuando estábamos los dos almorzando solos en el palacio de gobierno, me confesó porqué había sido: “Para saber si usted era de verdad o era un invento de García Márquez”.

Y en Chile, en ese momento, ¿pasó algo con el libro?
En Chile importaron la Suramericana y quemaron doce mil ejemplares en Valparaíso. Los intervino la dictadura. Y luego los volvieron a importar y los volvieron a quemar.

¿Pero el país se enteró, la gente se enteró de que existía el libro y de que había ocurrido todo esto?
Bueno, en la misma medida en que, claro, han salido otras ediciones después, y salió, además, en una revista que se llamaba Análisis. Salió muchas veces en diarios y en revistas antes de ser editado como libro. Chile es uno de los lugares del mundo en donde se ha leído el libro.

¿La realización de esa película, Acta general de Chile, fue también un momento feliz, a pesar de estar enmarcada en un momento tan duro de la vida chilena?
Sí, porque cuando yo filmo soy muy feliz. Una de las cosas que más me hace feliz en la vida es filmar, tomar la cámara, mirar. Porque el cine se hace con un ojo, no se hace con dos. Uno está aferrado a la cámara, la cámara es como el corazón, el pulso de uno. Y uno mira como el ojo del cíclope hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes. Transforma y cambia la materia. Entonces, el cine es eso, es otra vida, es otra forma, es otro nivel de la vida. Me permitió recorrer Chile, y partes de Chile que yo no conocía. Tenía los medios, tenía las posibilidades y fui de norte a sur, de este a oeste, de mar a cordillera hablando con la gente, preguntándole cosas. Tenía cuatro equipos trabajando, unos iban al norte, otros iban al sur, yo me iba al centro. Viajaba de noche para ganarle el tiempo al toque de queda, porque como los trenes iban absolutamente vigilados, con ejército adentro, entonces yo podía trasladarme de Santiago a Concepción, que son cerca de ochocientos kilómetros, de noche y ganar, ganar la noche porque los aviones no volaban pero el tren sí, y tampoco se podía ir en auto. Entonces pude hacer muchas más cosas de las que en mi plan original tenía pensado hacer. Llegué a hacer cuatro horas para la televisión europea y una versión de dos horas que hay que rescatar: por diversas razones, en esta histórica mala relación que existe entre los directores y los productores, un productor tiene, en este momento, prácticamente secuestrados los negativos y habrá que liberarlos. Pero hay gente que en Estados Unidos tiene copia, hay gente que en el Asia tiene copia.

¿Qué lo llevó a esa aventura en la clandestinidad?
Fidel me preguntó: “¿Por qué quieres ir a arriesgar la vida al irte a Chile, a filmar esto?”. Y yo le digo: “Porque quiero saber qué piensa el pueblo de Allende, comandante. Quiero saber si el pueblo chileno recuerda a Allende”. Entonces me dijo “tienes razón, es muy importante”. Y eso era, yo quería saber qué pensaba la señora, qué pensaban los jóvenes, qué pensaban en los mercados populares, qué pensaba el pueblo, el pueblo allendista, de Allende, de ese hombre que había dado su vida para legarle un destino al país. Y entonces, ese era mi objetivo central, mi motivo central. Luego fui entrando más y más en recordar la historia del país, en qué es lo que había sido Chile antes, en qué es lo que estaba siendo en ese momento, cuáles eran las formas de lucha, las múltiples formas de lucha… La gente de las poblaciones, la gente que hizo posible que después de tantos años hubiera democracia de nuevo en Chile, ahí está retratada, ahí está reflejada en la película.

¿Y qué encontró?
El pueblo chileno parte de un pueblo latinoamericano que ha dado grandes luchas por su independencia. Recién estamos cumpliendo doscientos años de independencia de la corona española, y en países como Cuba son cien años, más cincuenta años de dominación norteamericana, en que se ha luchado constantemente. El pueblo chileno no dejó nunca de luchar contra la dictadura. No hubo un solo día de paz durante todos los años de la dictadura, siempre estuvo luchando. Y ahí la gran cantidad de desaparecidos, de muertos, de mártires, de luchadores que dejó esa dictadura, una de las más sangrientas que recuerda la historia del continente.
Ahora, los neoliberales han tratado de plantear que de alguna manera Pinochet estableció las bases de la economía chilena de hoy; que, además, dejó la constitucionalidad de hoy. Es falso. Las grandes utilidades de la venta del cobre son las que han permitido que Chile tenga una posición económica distinta, y la nacionalización del cobre es de Allende. En el campo del agro, también hay unas ventajas económicas como en el caso del vino: son productos de la reforma agraria que hizo Allende. Los cambios estructurales que hizo dentro de la sociedad chilena, el reforzamiento de la salud, de la salud pública, de la educación, de las universidades… Es decir, fortalecer y refundar la república fue Allende. Entonces, claro, hoy día los caballeritos de derecha dicen con toda tranquilidad que la herencia de la institucionalidad chilena de hoy es del dictador.

Y cuando se descubre que además fue un ladrón, yo creo que buena parte de esa imagen se desploma. ¿O no?
Bueno, eso me produce a mí sentimientos muy encontrados. Porque si toda esa parte de Chile que sabía de los crímenes de Pinochet no lo condenó por criminal pero sí lo condenó porque había robado, me parece realmente una vergüenza. Porque me importa mucho menos que haya robado en un banco, o que tenía depósitos en un banco norteamericano, que la cantidad inmensa de muertos que todavía tiene Chile sin encontrar sus cuerpos, sus cadáveres. Todavía Chile es un país donde las madres siguen buscando a sus seres queridos, a sus hijos; hijas e hijos que andan buscando a sus padres. ¿Dónde están sus cuerpos? No los encontrarán jamás. Todavía hay generales que andan escapando, que son apresados por la justicia chilena de hoy y van a cárceles de lujo. Todavía las heridas chilenas no han sanado.

QUE EL CORONEL BUENDÍA GANE ESTA
¿Y el cine en Chile cómo lo ve? Nosotros vemos el cine chileno en Cartagena…
Muchas veces nosotros vemos las películas chilenas en Cartagena, también [risas]. Los festivales afortunadamente existen, porque nos permiten que sigamos dialogando, discutiendo, haciendo llamados, emprendiendo empresas, una de las tantas guerras del coronel Aureliano Buendía, con la esperanza de ganarla alguna vez, porque si no no existiríamos. Pero nuestro destino es llegar al espectador, nuestro destino es llegar a los cines. Y entonces el cine chileno tiene los mismos problemas que el cine colombiano, en ese sentido. Ahora, solos no podremos superarlo. Brasil tiene trescientos millones de dólares al año para invertir en el cine, producto de las leyes impositivas, producto de la Petrobrás, producto de una cantidad de empresas que donan plata. Sin embargo, no puede llegar a todos los espectadores que necesitan. Necesita del público de Paraguay, necesita del público del Uruguay, necesita del público colombiano, necesita del público chileno, y también nosotros necesitamos de ellos. En la integración está el secreto. Desde el punto de vista estético, afortunadamente hay una gran variedad de autores y de estilos que hace que sea muy rico este intercambio. Pero desde el punto de vista industrial la situación es más o menos parecida, y la solución no la tiene ningún país sino que todos juntos y unidos.

¿Qué tal está funcionando la ley chilena de cine?
Hay una ley, pero no tiene fondos. Existe un articulado que crea un consejo de la cultura, que crea una serie de consejos, pero lo que el cine necesita es dinero para poder realizarse. Yo creo que Chile está haciendo lo necesario para existir, para sobrevivir, y que sobre todo lo hace a partir de una generación de jóvenes cineastas que son muy talentosos, que tienen mucho coraje, y que a pesar de que cuando ganan un fondo el fondo no significa más que el cuatro por ciento del presupuesto, se endeudan y hacen sus películas. Y hay muchas escuelas de cine donde hay muchos estudiantes que con mucha pasión toman el cine y hacen cortometrajes, hacen videos, hacen mediometrajes, incluso hacen unas cosas que se llaman enanometrajes. Pero filman, filman y filman.
La generación mía de cineastas tenemos, justamente, una deuda pendiente que es crear las condiciones para que ese cine llegue a los públicos de América Latina a los cuales está destinado. Cuando digo públicos de América Latina hablo de una plataforma, lo primero es crear una gran plataforma latinoamericana, para que después sea una plataforma iberoamericana, pues también el cine de habla portuguesa y el cine de España tienen sus problemas de distribución, viven mirando hacia detrás de los Pirineos, a los otros países, pero tienen a sus espaldas al gran continente que haría posible una industria poderosísima. Nuestra otra opción, si pudiéramos revivir en varias vidas, sería plantear que debe establecerse una plataforma de cine latino, tomando en cuenta las culturas latina y europea, para de esa manera contrarrestar el predominio de la cultura anglosajona en el cine. Nosotros tendríamos nuestros problemas resueltos, le vuelvo a decir, más allá de las leyes nacionales, si tuviéramos leyes vinculantes que permitieran que nuestros productos pasaran de un espacio a otro.

Pero, mientras tanto, vernos en los festivales.
Ver las películas solamente en los festivales que, gracias a Dios –yo que soy ateo lo digo, más bien agnóstico– existen, porque si no yo conocería muy poco de cine latinoamericano. Hay grandes autores, geniales, como Glauber Rocha. Y cuando yo hago clases en las universidades chilenas y les hablo a los alumnos de Rocha, ellos me miran como si estuviera hablando de un marciano, porque no lo conocen, porque no han visto ninguna película. Nuestra situación es como si usted entrara a una biblioteca y no viera ningún título de las novelas escritas, incluso por los latinoamericanos, en español, sino que todo estuviera en inglés, subtitulado, los libros subtitulados. Nosotros tenemos, y eso hay que entenderlo, un problema industrial: las películas, los micrófonos, todo hay que traerlo desde afuera, y pagarlo muy caro. Y a su vez, no nos dejan espacios en nuestros propios territorios para llegar a nuestros públicos. Nuestros públicos están cautivos. Liberemos al público, liberemos la industria, liberemos el arte.

¿Están tan cautivos que miran con recelo las propias cinematografías?
Si a lo mejor hay que cambiar la estética para llegarle a la gente, está bien. Pero qué sentido tendría cambiar la estética en este momento si tú no sabes si vas a llegar o no al espectador. La estética también se produce en una relación dialéctica del autor con el espectador, a quien va dirigido. ¿Cuál es el reflejo del espejo, cuál es el espejo del reflejo? Yo no voy a cambiar la estética, sencillamente porque nadie me lo está pidiendo tampoco. Si una película mía no llega… Si yo sumo La última luna [2004], la película que filmé en Palestina, solamente por el público chileno, no tendría ninguna respuesta que fuera satisfactoria. Tengo que medirla por lo que ha ocurrido en el mundo con la película, y eso me da una determinada respuesta a mí como autor y me hace pensar en qué tengo que cambiar, qué tengo que transformar de mí mismo en este juego dialéctico porque uno, ya está dicho por los griegos, no siempre se baña en el mismo río, excepto en las pesadillas y en los sueños ¿no? Pero supongamos que esto no es una pesadilla ni un sueño, y va cambiando, se va transformando con la vida. En el cine la vida es el espectador. Usted no hace una película para sí mismo. Es como hacer el amor con uno, el amor se hace con un ser amado.

LO LATINOAMERICANO Y UNIVERSAL
¿Y las nuevas tecnología le generan entusiasmo, le generan, además, optimismo? La posibilidad del video de alta definición.
Mire, El ciudadano Kane la hizo Orson Welles con cámaras que tenían más de cuarenta, cincuenta años. O Eisenstein hizo El Acorazado Potemkin e Iván el terrible. O todo el neorrealismo italiano, las grandes películas, con cámaras que tienen más de cuarenta años, que son obras maestras no superadas. O Kurozawa, ¿con qué filmó? El problema no es exactamente este entusiasmo con las nuevas tecnologías, que incluso llega gente a decir que puede hacer películas con los teléfonos… No son sino instrumentos, más o menos, pero no son precisamente estética, no cambian. De todas maneras el factor que cambiaría, que transformaría, sería la posibilidad de llegar con la obra, ya sea con esa nueva tecnología, con la antigua tecnología, al público, porque tampoco la nueva tecnología llega al público.

Ahora que mencionó La última luna: usted todo el tiempo habla como por el ser latinoamericano, ¿cierto? Y en muchos casos, como el suyo, el ser latinoamericano tiene unas raíces europeas, o del Medio Oriente… ¿Cómo ve sus otros países que son también, creo, tan entrañables para usted?
Existe el hecho de que los latinoamericanos somos producto de muchas migraciones. Aquí se mezclaron los africanos con los indígenas, con los españoles. Lo españoles, además, venían cruzados ya con los moros, judíos, hebreos, asiáticos… Aquí se ha producido una alquimia de razas y de culturas. Somos mucho más universales de lo que se piensa, los latinoamericanos somos mucho menos provincianos, tenemos una visión mucho más amplia y sabemos mucho más del mundo que incluso lo que el mundo sabe de nosotros. Conocemos la historia universal, la hemos vivido, la sentimos y la hacemos nuestra. O sea, Baudelaire no está más lejano de mí que Neruda, no porque Neruda haya nacido en Parral y Baudelaire en algún lugar de Francia, o Walt Withman que es el gran poeta épico americano y que canta a sí mismo y cuando canta a sí mismo canta a toda la estirpe humana. Entonces, somos fruto de toda la cultura universal y estamos lo suficientemente maduros como para, también en el cine, asumir y narrar esas historias, sobre todo porque las contamos desde nuestro punto de vista. La última luna está contada por inmigrante que llega a Chile, y que desde Chile ve y recuerda el Medio Oriente. Esa es la raíz emocional, y luego, claro, en las otras películas que hice sobre el Medio Oriente, Crónica Palestina I, Crónica Palestina II, que están hechas en digital y son documentales, están hechas en las trincheras mismas, ahí donde los niños lanzan piedras y a su vez les responden con cañonazos, con disparos, con derrumbes de casas, con el exterminio de un pueblo. Palestina está siendo exterminada, y la mayor cantidad de palestinos supervivientes viven en América Latina. En Chile viven tantos palestinos, que es una de las mayores colonias palestinas que hay en el mundo; aquí en Colombia también hay mucho y en Ecuador y en todas partes. Sin embargo, se han hecho latinoamericanos y se han olvidado del Palestina real y concreto, del Palestina que sufre y que lucha con piedras contra tanques.
Creo que los latinoamericanos tenemos las puertas abiertas para ir a cualquier lugar del mundo, digo las puertas abiertas de nuestra comprensión y de nuestros sentimientos, para ir a cualquier lugar del mundo y filmar con propiedad, porque hemos venido de todas partes. No hay ninguna forma de establecer un sistema de convivencia social si no se toman elementos de todas las culturas para proponer un modelo distinto que no sea la globalización del consumismo. Por ejemplo, en mis visitas por el mundo, conozco mucho Calcuta, conozco mucho más Calcuta que Santiago de Chile, porque he ido muchas veces a Calcuta, y porque me ha maravillado, porque la he recorrido, porque he estado ahí, porque tengo amigos, porque he leído la poesía de Tagore, la poesía de los hindúes, porque he visto sus grandes pensadores, las escuelas de cine; conozco ministros de cultura, por ejemplo, que conocen de memoria páginas completas de García Márquez o de otros autores latinoamericanos. Entonces, digo que somos seres universales, eso es lo que quiero decir.

Maestro, ¿y está trabajando en algún proyecto de película es este momento?
Sí, claro. Estoy trabajando –divirtiéndome, ¿no?– en una película en donde se cuenta y se vive lo que fue la vida de los prisioneros de guerra en los campos de concentración de la dictadura en el sur del mundo, que está en el paralelo 52. Y ellos sobrevivieron. Fueron presos por la armada, prisioneros de la armada y del ejército de Chile. Allendistas que estuvieron con Allende hasta el último minuto, sobre todo la gente que estuvo en el grupo que defendió La Moneda, fueron llevados allí para exterminarlos, y no lo lograron porque ellos se defendieron con una cotidiana dignidad, hicieron de la cotidianidad una epopeya tan fuerte que resistieron. Y lograron, muchos de ellos, cruzar hacia el otro lado de la frontera histórica y fueron parte de la reconstrucción de la democracia. Y hoy día, incluso, algunos son ministros, o tienen ocupaciones muy humildes, o muy altas, pero son seres humanos de una gran dignidad. Se llama Isla Diez, porque una de las cosas que hacían los militares cuando tenían los campos de concentración, en las alambradas y en los grandes socavones que habían fabricado para tener a los prisioneros, les quitaron sus nombres, ya no podían tener sus nombre reales, sino que se llamaban Isla Uno, Isla Dos, Isla Tres, Isla Cuatro, Isla Cinco… y quien cuenta la historia es Isla Diez, que su verdadero nombre es Sergio Vitar pero allí se llamó, mientras estuvo prisionero, Isla Diez, que era una forma de destruir, básicamente, la identidad. Que es lo que de alguna manera se hace continuamente y se ha hecho a través de toda esta historia inconclusa que es la América Latina, quitando identidad. Cuando no eres, entonces te pueden destruir.

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