Homenaje a Julio Luzardo
Julio Luzardo
Aventurar en mi pais
Homenaje para quien lleva casi cincuenta años de trasiego por la historia del cine colombiano. Nacido en Bogotá el 24 de septiembre de 1938, este director, guionista, productor, fotógrafo, camarógrafo y editor ha participado de los principales momentos de la cinematografía nacional contemporánea: bien como protagonista activo o bien como un espectador automarginado por decisión propia. Esta es su voz, gentil, polémica y apasionada, tomada de varias fuentes 1, modulada a través de una reciente semblanza autobiográfica y dosificada gracias a una tan larga como grata conversación.
Por Diego Rojas
Grandes expectativas
Yo iba a un colegio en Bogotá, el Antonio Nariño, que quedaba como a una cuadra de la avenida Jiménez con carrera octava, muy cerca de donde mataron a Gaitán. La familia éramos mamá, papá y yo. Vivíamos en la calle veinticuatro abajito de la trece. En esa época el norte no existía. Yo tenía dos amigos y jugábamos en los recreos con los fotogramas de 35 que conseguíamos en los teatros. Los intercambiábamos como monitas. Nos contábamos las tramas de las películas que habíamos visto recientemente, soñando con las fantasías del cine. Esto se reforzó con el estreno del teatro Aladino que acababa de construir mi papá con su firma Child, Dávila, Luzardo en lo que él decía con gran orgullo que era “la mejor esquina de Chapinero”: la carrera 13 con calle 60. También hizo el Coliseo. Creo que en alguno de esos momentos nació mi pasión por el cine. De ahí en adelante nada fue igual.
El 9 de abril me agarró en el colegio, nos encerraron a todos hasta que llegaran los papás. Llegó mi mamá, nos vinimos por la 13, no me acuerdo mucho, supe que ella fue porque era más peligroso un hombre en la calle que una mujer. Cuando llegamos al apartamento descubrió en su falda un hueco de bala. Vivíamos en un cuarto piso, un dúplex. En el piso de arriba tocó, por tres o cuatro días, moverse en cuatro patas, porque había peligro de los francotiradores, que le podían disparar a cualquier cosa que se moviera. Entonces la radio era muy importante. Me acuerdo de las radionovelas de misterio, asustadoras. Eso me marcó mucho. La ventaja con la radio bien hecha es que le abre la imaginación a uno, como leer un libro, pero aun más. Y por los días del 9 de abril nos manteníamos pegados al radio.
Tan pronto pudimos salir a la calle, lo primero que hice fue irme a cine, al Teatro Metro, sobre la séptima. De la película no me acuerdo, pero sí recuerdo a la gente haciendo cola y mirando las calles. No estaban tan desbaratadas, los desastres fueron más hacia la Jiménez. Para mí lo más importante era ir a cine. Una película que me impactó mucho por esos años fue Great expectations 2, clásico inglés, famosísimo; la vi en el Colombia, y tenía una escena que me quedó marcada para siempre: la cámara panea y de pronto descubrimos un personaje, era una escena en un cementerio, y uno se asustaba. Entonces yo me di cuenta del movimiento de cámara, y eso me quedó marcado. Escena netamente visual que fue fundamental para en algún momento decir: “yo quiero hacer cine”, sin saber qué era eso.
San Antonio
Después del 9 de abril mis padres tomaron la decisión de mandarme para Estados Unidos, a donde mi abuela materna; pasé los siguientes ocho años en academias militares. A mí me gustaban mucho los uniformes, la academia a la que entré tenía uniformes como los de West Point, en San Antonio, Texas, donde había nacido mi mamá, que era de una familia de origen mexicano. Mi nueva familia eran mi abuela y una tía que era muy estricta y tacaña, solterona. Al abuelo, que tenía una peluquería del lado pobre de la carrilera, no lo conocí. La abuela era una mujer campesina que vivía para hacer tortillas y preparar su comida mexicana, que desde entonces adoro. Tuvieron siete hijos, pero la mayoría estaban regados por el mundo. Apenas tengo presente por ahí a dos primos, pero en general, como en toda esa sociedad, era el desarraigo total de las familias.
En mi entorno a nadie le interesaba el cine. Pasaba todos los fines de semana metido en los teatros de la ciudad, que eran el Majestic, el principal, una especie de Colombia de allá, un Palacio en la calle Houston al otro lado del río. El otro, el Azteca, el Aztec, de estilo pirámide Maya. Ver cine para mí era una pasión, pero también un ejercicio solitario. Como la literatura, no tanto Faulkner, más bien Steinbeck, su The Grapes of Wrath y todas sus novelas. Y Truman Capote, In Cold Blood. De películas recuerdo El show más grande del mundo 3, que la veía siempre como si fuera la primera vez. También se me quedó grabada The Red Badge of Courage 4, con el actor Audie Murphy como el soldado más condecorado, con escenas de carnicerías de quince mil muertos en una sola batalla. Uno tiene que devolverse a esa época para entender el mito tan gigantesco que era Hollywood, porque aún hoy quieren dominar todas las pantallas del mundo pero en ese entonces eran los únicos que podían hacer cine en el mundo. Hoy en día eso no es ningún misterio, pero en esa época el cine era una cosa rara, esotérica, que solo unos magos en Hollywood hacían. Había muy pocos cines nacionales y eran europeos. Latinoamérica, fuera de México, no existía. Colombia menos.
La escuela
Casi al final de mi bachillerato mi mamá se fue a vivir conmigo, se separó de mi papá y… bueno, yo no entendía mucho el asunto. En ese último año me metí a una obra de teatro, fue mi primer paso en ese rumbo. Actué en un melodrama del siglo XIX; hice un borracho malísimo. Después hice un curso de verano en una de las escuelas de teatro más famosas de Estados Unidos, el Pasadena Playhouse. Yo cada vez veía más que lo mío era por ahí, aparte de que un tío, el Rico McPato de la familia, seguramente preocupado, me pagó un estudio de habilidades. Ahí salió que servía para enseñar, para actor, y para ingeniero; eso último se lo dejé a mis hijos. Aunque todas mis primeras incursiones fueron por el lado de la actuación y el teatro, sabía que ese no era mi destino final.
Estudié los pensums de la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA) y de la Universidad del Sur de California (USC); me interesó además California porque los grandes estudios estaban patrocinando escuelas para poder contar con gente formada. En el verano fuimos con mi papá a ver cómo era la cosa y listo: UCLA, por ser estatal, estaba a mi alcance. Me matriculé y entré a estudiar cine y teatro en 1957. Pagué 75 dólares el semestre porque tenía nacionalidad norteamericana, aunque después renuncié. Eran cuatro años de carrera, los primeros dos generales, mucha matemática, no se veía nada en cine. Me salvé de muchas vainas porque venía muy bien preparado de la academia militar. El departamento de cine quedaba en unas barracas como de la Segunda Guerra con esas moviolas verdes, inmundas, nunca pude trabajar ahí porque se comían la película, yo más bien editaba en moviescope. Empezamos a hacer cortos con los amigos, donde generalmente me asignaban el puesto de camarógrafo debido a que yo era el único con cámara propia, una Bolex de cuerda de 16 mm, que cuidaba con gran orgullo. La compré en San Antonio en el último año de bachillerato. Había ahorrado una plata de la mesada, porque mi tía no me dejaba gastar en nada, compré unas acciones de la Warner que subieron, las vendí y listo. Antes de cualquier curso hice How Lonely the Nigth (Qué solitaria es la noche), un corto de media hora, en película reversible y sin sonido. La hice para probarme y luego se demostró que no es mucho lo que uno aprende en las escuelas. Ya en UCLA dirigí Única salida y Una hora para matar. Hacía rendir la película que nos daban al máximo: rebobinaba para tener diez o quince pies más en cada rollo y como no tenía que devolver la cámara al final del día… Era un reto eso de hacer como setenta planos diarios, lo que lográbamos con un story board muy riguroso.
A mi papá le debo el haber tenido presente a Colombia y Latinoamérica todos estos años a través de la literatura. Era un gran lector y me mandaba cuanto libro y cuento salía publicado de García Márquez, de Mejía Vallejo y de otros. Hice varios guiones con adaptaciones. También escribí e hice la cámara de Muerte, no seas orgullosa de mi gran amigo en la universidad, el argentino Jorge Prelorán, quien luego se quedó de profesor en UCLA y se destacó como documentalista etnográfico. Trabajé la historia de un soldado solitario en medio de la guerra que se esconde, luego se escapa, se oye un tiro y muere. Se la mostré a Prelorán y dijo: hagámoslo. Prelorán, lamentablemente, acaba de morir hace pocas semanas (1933-28 marzo 2009). Otro compañero que recuerdo, también fallecido, es Paul Bartel, conocido por películas bizarras, corronchas, como Eating Raoul (1982). En esos años vivíamos como a la sombra de un ilustre ex alumno, Francis Ford Coppola, que en ese momento hacía cine semi-porno, pero que había dejado nombre en la escuela. Y aunque fuera por la puerta de atrás había entrado a Hollywood, el gran mito, y sobrepasado la terrible barrera de los sindicatos a donde era casi imposible entrar: manejan la industria, imponen cómo y dónde filmar, es horrible. Esa fue una de las razones de mi venida a Colombia. Les tengo mucha aversión a los sindicatos: el peor, el de los actores, el Screen Actors Guild, es espantoso.
El regreso
Siempre recuerdo una frase de Jorge Pinto que por esa época también regresaba al país de estudiar cine: “antes de irme a Europa no sabía nada del cine colombiano y cuando volví, sabía menos”. Yo igual. Llegué a mi tierra cargado de ganas de hacer cine y me encontré con la dura realidad de que en Colombia esto era un espejismo. No obstante sentía, como otros que habían estudiado cine en el exterior, que éramos los salvadores del Séptimo Arte en el país, ignorando totalmente lo que ya habían hecho antes los verdaderos pioneros del cine nacional. Solamente sabíamos que el cine lo habían hecho extranjeros radicados en el país y que el verdadero cine colombiano estaba por nacer… algún día. En ese momento el cine en Colombia existía gracias a la labor comercial de dos noticieros en 35 mm, blanco y negro: el de Panamerican Films y el Novedades de Cinematográfica Colombiana, que se financiaban precariamente con filmaciones de cocteles, fiestas y fábricas de diferentes empresas importantes del país. De vez en cuando se hacían documentales industriales para compañías importantes como Coltejer, Fabricato, Avianca, etc. El panorama era desolador para alguien que tenía ganas de hacer cine como en Hollywood. Eso era lo que yo había aprendido en UCLA y era lo que quería hacer en Colombia. Mi gran dilema era: ¿Cómo y con qué?
Conocí a un soñador del cine llamado Roberto Quintero, quien a través de su empresa Roquinfilms había creado un pequeño laboratorio artesanal de blanco y negro en un sitio horrible alrededor de la calle 24 con 24. Contaba apenas con lo básico, pero tenía un lente Dyaliscope para filmar en formato cinemascopio, que era el furor en esa época. Roquinfilms acababa de filmar en 1959 la película Carmentea en blanco y negro, Dyaliscope, aprovechando el gran éxito de la canción del mismo nombre de Miguel Angel Martín, y se encontraba sin editar. Quintero vio mis películas de la universidad, donde se destacaba el trabajo de montaje, y me ofreció la edición. Lo hice en una moviola Prevost y me pagaron dos mil pesos, que bien podría ser el mejor pago de toda mi vida. Carmentea se constituyó en la gran película inédita del cine colombiano, ya que debido a la terquedad de Quintero, que la quería terminar totalmente en su laboratorio sin los medios necesarios, nunca salió a las salas y el negativo desapareció después de su muerte. Ahí empezó mi relación con el medio.
Los maestros, los tres cuentos
Eso de “los maestros” creo que fue Hernando Salcedo 5. No sé cómo conocí a Hernandito, seguramente fue en el Cine Club, aunque yo nunca he sido mucho de cineclubes porque me siento como dirigido, pero todos pasábamos por el Cine Club de Colombia, y como él siempre fue “el padre” del cine colombiano y eterno defensor de nuestro incipiente arte, pues lo terminé conociendo. Por esos años yo solo sabía que había un tipo que escribía para El Tiempo o El Espectador, que era Pacho (Francisco) Norden 6. Sabía de Guillermo Angulo 7 y Álvaro González 8, quienes acababan de regresar de estudiar cine afuera. Y también estábamos Jorge Pinto, y yo. Éramos cinco que habíamos estudiado en el exterior, que llegamos como al tiempo y que empezábamos a mostrar nuestras películas y algunos a colaborar con los proyectos de otros. Como Hernando también escribía en El Tiempo y además era dueño de esa gentileza bogotana tan suya, seguramente acuñó lo de “los maestros” y así nos quedamos. A otros también les sirvió para criticar nuestro trabajo y usar el término con ironía.
Con la experiencia de Carmentea debajo del brazo decidí filmar inmediatamente mi primera película, y arranqué con un guión que había trabajado para un curso de dramaturgia en la universidad, basado en un cuento de Mejía Vallejo:Tiempo de Sequía. Estaba inspirado por el relativo éxito económico internacional que había obtenido la película mexicana Raíces de Benito Alazraki 9. Era una película en blanco y negro, compuesta de cuatro cuentos cortos, realizada con un presupuesto bajo, que mostraba historias campesinas de la vida del hombre latinoamericano y que se parecían mucho a lo que nosotros podríamos hacer en el país.
Posteriormente, gracias a Frank Ramírez, conocí a Lyda Zamora, quien estaba en la Escuela de Arte Dramático con mi hermana Consuelo. Me fascinó el rostro de Lyda para hacer el papel de “Carmela”. Camilo Medina, por su parte, era el actor perfecto para hacer de “Sebastián.” Logré comunicarme con Mejía Vallejo para adquirir los derechos de la obra por 1.000 pesos y me dediqué a la difícil labor de conseguir el dinero de producción, que era alrededor de unos 60.000 pesos de esa época (unos 7.500 dólares). Afortunadamente logré convencer a la persona que tenía más cercana, mi papá, y empezamos la filmación del mediometraje de veinticinco minutos.
El rodaje se hizo en septiembre de 1961 en las inmediaciones de Neiva, en un sitio denominado El Valle de las Tristezas, donde encontramos un rancho abandonado por la violencia que nos sirvió de escenario perfecto. Trabajamos con un equipo muy pequeño, como siempre me ha gustado. La hice casi exacta al guión, quizás porque era mi primera película y quería seguir mi guión, que había trabajado mucho. Uno hace un guión y debe llevarlo a la realización lo más exacto que pueda. Desde luego que con el tiempo uno va improvisando más y eso se nota en las películas mientras uno avanza. Yo tengo problemas con los actores, con mi propia personalidad. Quiero lograr algo, pero de pronto no sé comunicarlo. Hay ciertos directores que saben comunicarse, aunque no sepan qué decir. Por eso me llamó la atención el teatro, que permite estar más cerca del actor. Soy una persona tímida, ahora no tanto como cuando comencé, porque además en esa época yo era más fluido en inglés que en español. Puede que siga siéndolo, o puede que ahora esté medio mal en ambos. Yo andaba más preocupado con mis travellings y mis vainas. En esas primeras filmaciones me preocupaba mucho al hacer el dollypara un plano, pero eso lo perdí en las últimas, por pereza, uno dice qué carajo... Es que el zoomsí lo fregó a uno. Así se hizo Tiempo de sequía. Al terminar la edición empecé a buscar inversionistas que me ayudaran a hacer otros dos cuentos para conformar una trilogía. Esta etapa fue una de las más oscuras de mi vida profesional, ya que no le veía ninguna salida a mi búsqueda de capital. En Colombia no existía el más mínimo interés en el cine nacional, así que tuve bastante tiempo libre para escribir una adaptación cinematográfica del cuento de Mejía Vallejo El Milagro,y compré los derechos cinematográficos de Cada voz lleva su angustia de Jaime Ibáñez por la suma de cinco mil pesos, y quedé totalmente descapitalizado; tanto, que después tuve que venderle esos derechos a Cofilms para que hicieran la película del mismo nombre 10 por la suma de ocho mil pesos pagaderos en acciones de la sociedad; acciones que, hoy en día, no valen ni el papel en que están impresas. Durante este tiempo también fui elegido presidente de la Asociación Nacional de Técnicos Cinematográficos “Antec”, que fue la primera asociación de su tipo en el país, pero tuve que renunciar al poco tiempo porque no estaba interesado en causas sindicales en una industria donde ni siquiera existía trabajo.
En este panorama sombrío aparecieron finalmente los productores que me iban a sacar de la depresión en que me encontraba: Cine TV Films. A insistencia de Hernando Salcedo, los dueños de la empresa, Héctor Echeverri Correa y Alberto Mejía Estrada, vieron el copión de Tiempo de Sequía, en compañía del increíble cinematografista brasileño Helio Silva, quien estaba trabajando con ellos en unos documentales publicitarios. Él había trabajado con Pereira Dos Santos en Río 40 grados (1955), y conocía Vidas secas (1963) porque esta se había filmado más o menos al mismo tiempo que la mía y tienen muchas semejanzas: aquí se comen un perro y allá una lora. Helio se entusiasmó mucho, Mejía y Echeverri me dijeron que no solamente podían terminar mi corto, sino que cada uno de ellos podía hacer los dos cortos restantes y completar la trilogía. En ese momento Cine TV Films aprovechaba la gran influencia de la familia de Echeverri y de su esposa Gloria Lara para hacer una serie de documentales publicitarios de las empresas más importantes del país y a la vez filmaban las carreras de caballos del Hipódromo de Techo, constituyéndose en una de las empresas cinematográficas más sólidas.
Empezamos con El zorrero de Alberto Mejía, donde hice asistencia de dirección. Helio Silva fue al principio de la filmación y no volvió. Eso lo terminó José Rojas, que era un cubano gordito que tenían como camarógrafo. Justo antes de iniciarse el rodaje del tercer cuento, sucedió un incidente que cambió el rumbo de la película. Fue el secuestro de Oliverio Lara, padre de la esposa de Echeverri, Gloria Lara. Debido a esto Héctor me llamó para que asumiera la dirección del tercer corto, pero basándome en un relato de su papá, Luis Guillermo Echeverri, sobre un pescador manco que pesca con dinamita. El resto de la historia me la podía inventar, pero tenía que mantener esa estructura básica. Me aprobó un presupuesto total de 12.500 pesos para gastos de producción y me asignó a Helio Silva como camarógrafo y a Jaime (“el maestro”) Ceballos como asistente general. La locación era el pueblito de pescadores de La Boquilla, cerca al aeropuerto de Cartagena. Nos instalamos en una choza frente al mar. Durante quince días vivimos, comimos y tomamos trago con los habitantes del lugar hasta escoger nuestros dos protagonistas principales. En los últimos dos días escribimos el guión y nos dedicamos los tres a filmar con toda la tranquilidad el tercer cuento, La Sarda, que es sin lugar a dudas una de mis películas preferidas debido a la forma como la filmamos, sin las presiones de un gran equipo, con estrecho contacto con la gente del lugar, “viviendo” la película a la vez que la filmábamos y dejando que el lugar y su gente nos inspiraran.
En mayo o junio de 1964 se estrenó la trilogía bajo el nombre de Tres cuentos colombianos en los teatros de Cine Colombia. En Bogotá se presentó a cuatro pesos la entrada en El Cid, Palermo y La Comedia, donde se mantuvo durante tres semanas, buen promedio para las películas de esa época, y especialmente para una nacional. Recibió buena aceptación de la prensa y del público. En resumen, alcanzó a pagar todos sus gastos aunque nunca pude devolverle la plata a mi papá porque Héctor Echeverri me propuso que invirtiera mi porcentaje en un segundo largometraje que todavía no había escrito...
Para el alcalde del otro pueblo
Así comenzó el proceso hacia mi primer largometraje, El río de las tumbas. A finales de 1963 me entusiasmé con la idea de filmar una película sobre la isla-prisión de Gorgona. Me puse en contacto con Gustavo Andrade Rivera, escritor huilense que había ganado un concurso con su obra teatral sobre la violencia, Remington 22. Gustavo y yo queríamos darle un “pasado” a nuestro personaje principal, que terminaba tras las rejas en Gorgona, entonces nos remontamos al tiempo de la violencia y localizamos el cuento en un pueblo pequeño. Para que yo conociera más sobre posibles locaciones, personajes e incidentes, hice un viaje al Huila y visitamos regiones cercanas a donde habíamos filmado Tiempo de Sequía hasta llegar al pueblo de Villavieja, frente a Aipe y la zona “caliente” de guerrilla, Marquetalia. Este pueblo me fascinó y todo lo que me contaba Andrade Rivera me acercaba más al pueblo y me alejaba más de Gorgona. Después de comentarme que en el Puente Santander sobre el río Magdalena botaban cadáveres para que la corriente se los llevara a otros pueblos, decidí que esa iba a ser la columna vertebral de mi historia: cadáveres que llegan a un pueblo, señalando el arribo de la violencia ante la indiferencia de sus habitantes. Incluso en nombre original del proyecto era Guakayó, vocablo indígena de la región que significa río de las tumbas.
Básicamente El río de las tumbas no tiene una historia. Es la crónica de un pueblo y de ciertos personajes: el bobo, el cura que no deja enterrar todos los muertos en el cementerio, el Alcalde. El discurso del cura me lo contó Gustavo Andrade. Lo del político y las reinas de belleza fue algo que yo viví antes de la filmación, en Gigante (Huila), tal como está en la película. La armazón, la cosa del bobo que va hasta el río y encuentra el cadáver, el planteamiento de la situación de los personajes, todo eso es mío, tratando de montar la parte cinematográfica. Luego, ciertos elementos, como que el político no llega en tren sino en el carrito, la música mexicana pero hecha en Colombia, fueron sorpresivos para mí, yo no conocía nada de eso, fue como descubrir mucho del país con la película. Y como no viví la Violencia, me inventaba cosas, aunque no me tocaba inventar mucho porque la violencia era algo que se veía por todas partes, así la gente tratara de taparla como si no existiera. Entonces metí un elemento que hoy me pesa, porque está totalmente fuera de órbita: el de los amores de la mujer con el tipo este, que era la trama central. Yo me fui entusiasmando más con los otros personajes, y eso se nota, porque se ve la falta de interés que tenía por la historia de amor. Es que en esa época uno pensaba que necesitaba una historia de amor.
Como era mi costumbre, tuve un equipo de filmación muy pequeño y efectivo. A Helio Silva, que se había devuelto a Brasil pues su contrato con Cine TV Films no había acabado muy bien, le escribí y le mandé el guión, lo leyó y dijo listo. Vino, filmó y se volvió a ir disgustado porque nunca le cumplían con lo acordado. Él era un profesional y estaba acostumbrado a que le pagaran cuando tocaba, y eso aquí… De todos modos yo creo que a quien más le aprendí de cine fue a él. Su forma de trabajar y de ser, su manera de iluminar, su conciencia en el trabajo, todo eso me ayudó a formarme. No hablábamos mucho, yo nunca he sido de hacer juntas de producción, eso siempre me lo han criticado, a la gente le fascinan las reuniones para hablar mierda. Nos entendíamos sin mucho misterio, él sabía lo que tocaba hacer y yo también. Fue una filmación como nunca más se volvió a ver. Era una época menos estresada, todos éramos muy jóvenes, no estábamos interesados en la plata sino en hacer cosas buenas, y aunque teníamos el peligro de Marquetalia justo al otro lado del río nunca sentimos zozobra. En la gobernación, por iniciativa de Milena, la protagonista, nombraron a Jorge Andrade Rivera, hermano de Gustavo y nuestro alcalde de la película, como verdadero alcalde de Villavieja para que pudiera colaborarnos. Los dos meses de filmación de El río de las tumbas fueron una delicia, ambiente que se nota en la inocencia y frescura de las actuaciones. Sin embargo, tuve problemas de actores porque unos sólo iban unos pocos días y tocaba filmar sin la contraparte. La cámara se emplazaba para que no se notara. El político, por ejemplo, pudo ir un solo día, y tocó hacerlo en seco. Por eso Pepe Sánchez, que era mi asistente de dirección, se convirtió en el secretario del político para que ese personaje siguiera funcionando en la trama. Me tocó hacer muchos cambios del guión en el rodaje. Yo tenía que tener toda la película en la cabeza para encarar esos cambios. Cierta sátira e ironía salió de los mismos personajes, como estereotipos que eran. Los fines de semana siempre recibíamos visitantes de Bogotá que bajaban en tren o autoferro para ver la filmación y participar en la gran fiesta de los sábados por la noche en la casa del gamonal del pueblo. Vivíamos en un salón grande, de la escuela pública, todos los hombres en unos camarotes, y en el puesto de salud las dos o tres mujeres del equipo. Un elemento fabuloso fue quien hizo de secretario del alcalde, mi jefe de producción, Rafael Murillo. Capoteaba a la gente y todos los líos. No había mucha plata, durábamos semanas fiando en la tienda porque no llegaba, y Rafael encaraba eso donde doña Lola. Otra cosa genial fue la llegada de las putas. Se instalaron en las afueras atraídas por el cuento de una película, el alcalde les dio permiso y eso fue un lío con las notables del pueblo. La película fue una experiencia única, como la vida misma, la mayoría de los que trabajaron la recuerdan de modo muy especial. A todos nos marcó. Se estrenó en el 65 y aunque tuvo relativo buen éxito, no logró las entradas de Tres cuentos colombianos y al no pagarse la inversión (costó alrededor de 200 mil pesos), perdí mi porcentaje en la película, la plata que me había prestado mi papá, y, como si fuera poco, terminé trabajando gratis en estas dos películas. Ambas fueron distribuidas por Cine Colombia, gracias a la influencia de Echeverri y su hermano Fabio. Después del estreno comercial se presentó en el festival de Cartagena, que en esa época estaba como muy alejado del cine colombiano: no les merecía mayor atención, lo que les importaba eran las fiestas y los extranjeros.
Una gran familia
En esa época todos los de cine, teatro, artes plásticas, éramos como muy unidos. Hoy en día cada quien anda por acá, por allá, la globalización ha servido para que todos nos alejemos más. En esa época nos movíamos en las mismas fiestas, había mucha parranda, éramos un gran grupo: Feliza Burztyn, Kepa Amuchastegui, Santiago García, La Candelaria, Fernando Laverde y muchos más. Yo no sé de qué vivíamos, era muy barato todo, no recuerdo haber tenido problemas económicos sin tener cinco centavos, hoy en día es imposible pensar así. Trabajamos, por ejemplo, en Ella de Jorge Pinto (1964), en una suerte de asistencia de dirección, o en Chichihua (1963) de Pepe Sánchez, donde le colaboré en los créditos. Éramos como una gran familia, todos vivíamos como del aire, yo no sé. Hoy en día uno sale a la calle y ya le costó, en esa época era mucho más libre, el trago era baratísimo. Entonces uno trabajaba por gusto. Y por eso yo termino teniendo en El río de las tumbas a la mayoría de los personajes más importantes de la escena cultural del momento. Quizá por eso la posibilidad de una industria de cine no nos desvelaba mucho. La cuestión era hacer proyectos, hacer algo, no había concepto de industria. Uno tenía una idea y una cámara y quería hacer algo, pues lo hacía. Llamaba a los amigos y todo el mundo ayudaba. Pero a la final, había que pensar en industria, en negocio.
Un ángel, la publicidad, bajo la tierra
Me llamaron para hacer parte de la empresa Eclafilms S.A., Empresa Cinematográfica Latinoamericana, compuesta por Películas Mexicanas, representada por Jaime Giraldo, Antonio Ordóñez Ceballos, Lizardo Díaz (el “Tolimense”), otros inversionistas y Rómulo Lara Borrero. Con un capital inicial de 700.000 pesos la empresa produjo una sola película, Un ángel de la calle 11, protagonizada por Raquel Ércole y Julio César Luna y dirigida por el mexicano Zacarías Gómez Urquiza. Yo trabajé como gerente de producción en un inicio, y como operador de cámara durante el resto del rodaje. Aunque la intención era seguir produciendo más películas, las entradas no alcanzaron a pagar sino un 95 por ciento de su costo. Por eso los inversionistas se desanimaron con las posibilidades del cine en Colombia y decidieron liquidar la compañía. Esto de las coproducciones, en este caso con México, siempre me ha hecho reflexionar. Pienso que los mexicanos cometieron un error en América Latina. Ellos tenían una gran cadena de distribución con varios teatros en cada país. Así controlaban la competencia, incluso en Argentina, que es donde la tuvieron más dura. Aquí tuvieron sus buenos teatros y hay que ver las generaciones que crecieron con el cine mexicano. El truco no era enemistarse con los locales sino hacerse los buenos y quebrarlos. Por un lado armaban las películas para beneficiar a los mexicanos: venía el señor Zacarías, también Manuel, su hermano, como fotógrafo; venía el señor Topete para sonido, el laboratorio era mexicano, la edición, todo a favor de ellos, además imponían a los actores mexicanos dizque para taquilla en México. Pero allá las películas no las iba a ver nadie, a pesar de toda la inversión en copias y lanzamiento. Aquí jodidos y ellos quedaban como unos príncipes. Así acabaron con todas las industrias nacionales. Y cuando el cine mexicano se fue al suelo, no tuvieron en qué respaldarse, perdieron sus teatros, su circuito, y también se jodieron. Si hubieran alimentado las otras industrias nacionales hubieran podido sobrevivir.
Desde el año 66 empecé el único trabajo que me daría de comer en esta industria: los comerciales de televisión. Los primeros que realicé fueron una serie de tres para Bavaria, en 16 mm, y otros en compañía de Alberto Giraldo Castro para una sociedad que fundamos llamada Cine Producciones 70. También filmamos unas escenas para un largometraje mexicano con la cantante Evita, en 35 mm, color, para Producciones Zacarías, e hice la fotografía del documental Guatavita, milagro de una civilización para Lizardo Díaz, que no solamente fue uno de los primeros cortometrajes de sobreprecio, sino que también fue la primera película a color revelada en Colombia en el laboratorio hechizo de Guillermo Isaza en Medellín.
En 1967 mi amigo Jorge Pinto sufrió un accidente al caerse desde un cuarto piso después de una fiesta en su apartamento, días antes de comenzar a dirigir el rodaje del largometraje Bajo la tierra. Yo no estaba en la película, alguien me llamó para la fotografía y para darle una mano a Santiago García que debía reemplazarlo. Este era un proyecto entre los dos hermanos García, Santiago, reconocido actor y director de teatro, y Arturo, ex programador de computadoras para IBM, quien dentro de su trabajo logra ver las planillas de taquilla de Un ángel de la calle y decide formar una compañía cinematográfica llamada Pelco y convertirse en productor. Abandona su puesto en la IBM, vende su casa, cambia un Mercedes Benz por un jeep y se lanza a conquistar el público. El guión estaba basado en un libro de Osorio Lizarazo sobre los guaqueros de las minas de oro de Antioquia. Las locaciones fueron las minas de oro de La Frontino Gold Mines en las zonas de “candela” de Segovia y Remedios, Antioquia. Como en las producciones anteriores (exceptuandoUn ángel de la calle), nuestro “modus operandi” era vivir azarosamente lo más cerca posible al tema central de la película, con un mínimo de lujos y con un presupuesto estrecho. El "mercadeo" personal de Arturo era que si una película en blanco y negro 35 mm como Un ángel de la calle logró hacer una entrada neta para los productores de unos 850.000 pesos, entonces otra hecha en blanco y negro 35 mm producida por 400.000 pesos, tenía que dar un mínimo del cien por ciento de ganancia. Pero se le olvidó que para lograr esto tenía que contar con la colaboración del público y Bajo la tierra pasó a la historia del cine colombiano como uno de sus mayores fracasos económicos. Aunque mi experiencia propia fue muy rica, la película fue retirada de las carteleras a escasos tres días de su estreno. Debido a esto, nunca se me canceló el cincuenta por ciento de mis honorarios y, para colmo de males, tuve que pagar personalmente una deuda de material magnético con Foto Moriz, donde ingenuamente había servido de fiador. Como repetía todo el tiempo el personaje interpretado por Gustavo Angarita: “tengo una berrionda rabia”.
Cine arte, Una tarde, un lunes,
Préstame tú marido
En el 68 adquirí responsabilidades financieras propias de recién casado y empecé a hacer comerciales de televisión en serio. En esa época se pagaba la ridícula suma de 5.000 pesos porcomercial realizado en 16 mm, blanco y negro, incluyendo película, modelos, locutores, producción, etc., filmados con una cámara Bolex de cuerda. No era un trabajo muy gratificante, pero por lo menos las agencias y los clientes no molestaban y le daban al productor mucha independencia. Durante esta época fui contratado en Cartagena para hacer las pruebas finales del negro Evaristo Márquez para la película Quemada 12,protagonizada por Marlon Brando. Trabajé tres días en Villa de Leyva como asistente de cámara de Mike Dupont y operador de segunda cámara en el largometraje Orgullosos, malditos y muertos 13 de Ferdé Grofé Jr., donde actuaban Chuck Connors, José Greco, Pacheco y Álvaro Ruiz. También realicé un pequeño documental en 16 mm, color, sobre los entrenamientos de los “dobles” y las construcciones de escenografía para la superproducción de la ParamountLos aventureros 14.
Durante esa época también fundé el Cine Arte de Icodes, el Instituto Colombiano de Desarrollo Social, en la pequeña sala de proyecciones que tenían en la calle 16 entre carreras sexta y quinta, donde también hacíamos todo el trabajo de laboratorio, edición y copiado de comerciales en esa época. Allí conocí a Fernando Vallejo y también hice, con Fernando Laverde, un corto promocional del instituto, Imagen y sonido, pionero en animación y videos musicales. Yo vivía muy lejos y me pasaba todo el día allá, por lo que me propuse programar la salita. Debido a esto empecé a trajinar en el mundo de la distribución de películas hasta 1977 cuando se vendió el Teatro de La Comedia, de propiedad de mi suegra, mi esposa y sus dos hermanos. Estos fueron varios años donde programé no solamente la salita del Icodes sino también la de La Comedia, trabajo que me dio valiosa experiencia en el área de distribución y exhibición.
En 1971 volví otra vez a hacer cine al realizar un mediometraje titulado Fin de Semana con Franky Linero para hacerle compañía a otros dos de mi amigo Alberto Giraldo Castro, formando la película Una tarde... Un lunes, que distribuyó la Metro Goldwyn Mayer en Colombia. Nuestra intención era hacer una película netamente experimental, así que lo que entró por taquilla fue secundario: tuvo una pérdida del sesenta por ciento. Los críticos nos tildaron de “extranjerizantes” y no les gustó o no comprendieron nuestro experimento cinematográfico, pero nosotros salimos satisfechos. A la vez que se estaba exhibiendo Una tarde... Un lunes empezamos a rodar el que sería mi último largometraje como productor/director, Préstame tu marido, una comedia de costumbres basada en la obra teatral de Luis Enrique Osorio. Como siempre, hicimos la película con un presupuesto que parecía como para el mercado de la casa, con un equipo total de cinco personas (productora, director, camarógrafo, sonidista y ayudante general) en cooperativa con los actores: Julio César Luna, Lyda Zamora, Franky Linero, Consuelo Luzardo, Roberto Reyes y Jaime Santos. El transporte lo hacíamos en nuestro carro de familia, un Volkswagen modelo 60. La película, a 60 pesos la entrada, fue un éxito de taquilla en Colombia –más de 200 mil espectadores–, pero no la pudimos exhibir en otros países debido al monopolio que tenía en esa época PelMex. De ahí salió mi carta a la revista Ojo al cine: “Préstame tu marido no dio ganancias”, en la que le contesté una entrevista a José María Arzuaga explicando cómo la distribución se come todas las posibles ganancias. Sin embargo, esta es una película que va realmente en contra de lo que a mí me gusta hacer. La hice pensando que ya había probado otro tipo de cine y preguntándome qué pasaría con una película netamente comercial, con harto diálogo, trabajando con los mejores de la televisión, metiéndole una canción, con buen título. De las cosas que me habían quedado de las primeras películas era que nuestro público no entiende muy bien una película visual, entiende la película que le habla. Yo soy muy receptivo, cuando estoy en la sala de cine, de todo lo que está sintiendo la gente, voy viendo en ella lo que falta o sobra en la película. Por eso Préstame tu marido es un cambio tan radical, porque yo quería probar a agarrar al público por otro lado. Fue también el resultado de la premura con que nosotros nos lanzamos a hacerla, casi como una locura, sin plata ni nada. Dijimos la hacemos, y nos metimos, entonces nos quedó una parte muy bien estructurada y otra parte se nos fue para el suelo. Ya hay un mejor manejo del sonido, pero Préstame tu marido no es lo que me haga sentir más feliz. Hay muchos detalles de lo que aquí los actores llaman “rasca”, la improvisación para lograr un efecto cómico. También tengo el problema del final. Tengo muchos problemas con los finales, y el cine colombiano en general también. El chorro de personajes y hechos puede ser inacabable. Yo creo que lo mejor que he logrado es ir presentando cosas, pero ya el clímax es lo que falla. A nosotros aquí en Colombia nos están faltando tramas fuertes y buenos finales. No logramos tener ganancia, se le pagaron unos pequeños porcentajes a los actores y decidí no volver a hacer cine hasta que se presentara una de dos situaciones: un excelente guión o alguien que me financiara una película totalmente, sin riesgo personal.
Hasta el momento no se ha presentado ninguna de las dos opciones, así que me he dedicado a otras labores, todas alrededor del cine, pero el largometraje quedó en el “congelador”. Ya no podía seguir arriesgando mi pequeño patrimonio familiar por el simple gusto de hacer cine. Por eso, desde el año 1966 hasta 1993 me dediqué a hacer alrededor de setecientos comerciales de televisión, muchos de ellos ganadores de premios nacionales e internacionales, casi todos hechos en cine 16 y 35 mm. Fui el primero en trabajar comerciales en video, abriéndoles el campo a otros realizadores. Antes de que Inravisión empezara a transmitir su señal a color en 1980, empecé a terminar todos mis comerciales en Nueva York y por esa razón, los primeros siete comerciales a color aprobados por el Instituto fueron hechos por nuestra empresa, Lambda-Omega Asociados. Desafortunadamente, en los primeros años de los noventa las nuevas generaciones empezaron a monopolizar este negocio y desaparecimos del panorama casi todos aquellos que habíamos creado esta fuente de trabajo tan lucrativa.
El sobreprecio, Focine, teatro, televisión
Aunque nunca creí seriamente en los cortos de sobreprecio por su mala calidad, me dejé convencer de Antonio Montaña para hacerle la cámara y la edición de un corto artístico: Antonio Roda, grabador (1976), que es uno de los más bellos que se han hecho sobre arte en el país. Por lo demás, no tuve ninguna idea que se pudiera realizar en diez o quince minutos, y no me interesaba hacer un documental solo para ganarme un poco de plata. Para eso hago comerciales. Preferí más bien quedarme aislado. Tampoco participé en la “bolsa de premios” de largometrajes de Focine. Desde siempre le he tenido fobia al gobierno metido en el cine. Siempre quise ser independiente y no sentirme como un mendigo pidiendo plata. Otros piensan que lo único importante en la vida es lo que puede dar el gobierno y el deme, deme, deme. Lo que sí me interesó fue lo de los mediometrajes 15, porque se creó una pequeña industria. En un momento se estaban filmando a la vez hasta cuatro películas. Se movían los equipos, se movía la gente, había cierta conciencia de industria. Criticaron mucho a María Emma Mejía, pero en eso hizo una buena labor. Dirigí Semana de pasión (1985), adaptación de Fernando Riaño sobre un cuento de Óscar Collazos, los conflictos de una puta por satisfacer a un cliente en Semana Santa, producido por Cine Taller: era la primera vez que me contrataban como director porque siempre habían sido proyectos míos. También dirigí uno de cincuenta minutos, en asocio con el Teatro Libre, llamado El gallo cantó tres veces (1987), basado en un guión de Carlos Duplat, sobre la venganza de un bandido recién salido de la cárcel contra un viejo compinche. Además hice la fotografía de otros para amigos míos: El hombre de acero (1986) de Carlos Duplat, Suave el aliento (1986) de Natalia Iartoskaia, El potro chusmero (1985) de Luis Alfredo Sánchez.
He estado siempre muy cerca del teatro. Monté varias obras como El apagón, Entretelones, El cuarto de Verónica, y ¿Amor? Siempre me ha gustado mucho por la relación con los actores. Se puede trabajar mucho más y hacer más cosas, ya que en el cine no hay tiempo, y en televisión ni hablar. Para dirigir en teatro uno se concentra más, en cine uno se distrae y a lo más importante, los actores, no se les presta la atención debida. Tuve oportunidad de hacer varios programas de televisión de obras del Teatro Libre (Seis personajes en busca de autor, La balada del Café Triste, La agonía del difunto), veinte capítulos de Revivamos nuestra Historia (Atanasio Girardot, Las Heroínas y Los Conspiradores), reemplacé a Darío Vargas para el segundo año de ¿Por qué mataron a Betty si era tan buena muchacha?, dirigí y a la vez hice los libretos de veintisiete capítulos de la comedia Tomasita con la Negra Grande de Colombia. En el 89 hice la dirección de fotografía y cámara del largometraje Amar y vivir dirigido por Carlos Duplat, basado en el exitoso serial televisivo.
Otras aventuras
A principios de los años noventa, cuando el trabajo en comerciales empezó a disminuir, estuve de gerente de PTV (Productora de Televisión Colombia), la primera sala digital en el país. Diseñé, diagramé y lancé el primer directorio especializado del medio en el 93, el S.O.S. Producción de Cine y Televisión en Colombia, pero por falta de capital lo tuve que dejar en manos de mis antiguos socios, que han sido muy hábiles en el negocio para beneficio propio, pero no han sabido brindarle el servicio al medio como yo lo había diseñado originalmente. Sin embargo, un año después arranqué con Consulta Gráfica, dedicado a las Artes Gráficas del país y esta vez, afortunadamente, sin socios.
Debido a los avances tecnológicos de esta década y al interés que siempre me ha inspirado la innovación, en el 94 empezamos con mi segundo hijo, Julio Enrique, a configurar y vender soluciones de edición no-lineal basadas en la tarjeta de video Perception y el software de edición no-líneal Speed Razor. A la vez, con mi señora hicimos dos cortos en 35 mm, color, para el Ministerio de Salud sobre violencia infantil titulados Reprobado y Desafío. La dirección del primero la hice yo y del segundo, mi esposa. Fueron los primeros trabajos profesionales hechos en Colombia con los nuevos sistemas no-lineales donde el corte de negativo no se hizo con copión en cine sino con lista de corte. En el año 98 diagramé y lancé la primera página de Internet especializada en cine y televisión en Colombia, En rodaje, que sobrepasa los 50.000 visitantes mensuales, y fui el director y diseñador de un periódico tipo tabloide, también llamado En Rodaje (2000), del cual solo se hicieron cinco números.
Desde que empecé codirigiendo una cátedra de dramaturgia en el Externado junto a Lisandro Duque, por el año 88, he visto nacer y crecer la enseñanza cinematográfica en el país, que junto con la nueva Ley del Cine auguran un futuro promisorio que nunca me hubiera soñado en 1960 cuando salí de la universidad y me vine a aventurar a mi país. Fui catedrático de cine en Unitec, Black María, Externado de Colombia, Universidad Jorge Tadeo Lozano y decano de la carrera de televisión en el Politécnico Santafé de Bogotá.
En estos últimos años hice un largometraje en DVD sobre uno de los personajes más importantes del Siglo XX en Colombia (Rómulo Lara Borrero, una vida de película), fui Productor Asociado y Gerente de Producción de la coproducción colombo-americana La boda del gringo (Gringo Wedding 16), diseñé la producción e hice la dirección de la película La ministra inmoral (2007), fui jurado del Festival de Cine de Bogotá (2002) y del Festival de Cine de Cartagena (2006), representante de los directores en el primer Consejo Nacional de las Artes y la Cultura en Cinematografía (2004-2005), y durante más de seis años fui el especialista en cine del Comité de Clasificación de Películas del Ministerio de Cultura.
Ya en el nuevo milenio realicé veinticuatro programas de televisión bajo el nombre de Ojos y voces para Señal Colombia, edité tres largometrajes 17, e hice la investigación, dirección y edición de ocho programas para el Patrimonio Fílmico Colombiano y Audiovisuales sobre La historia del cine colombiano 18, además de un resumen de 54 minutos del mismo material titulado Setenta años de sueños. Cabe destacar que este trabajo para el Patrimonio es de los pocos de su tipo que se han hecho sobre la historia de nuestro cine en un formato audiovisual. De cierta forma, estos últimos programas simbólicamente cierran el círculo de mi trabajo profesional al dejarle un valiosísimo legado a las futuras generaciones para que no olviden su pasado como lo hice yo al iniciar mis labores en el país hace más de 48 años.
Panorama
Pienso que el problema de este negocio es la falta del negocio. Hacemos películas, van a festivales, todos muy felices, pero no se está creando una continuidad. Un director trabajando cada diez o veinte años, como nos ha tocado a muchos, no acumula experiencia, la pierde por falta de continuidad de trabajo. Mi paso por el Consejo fue muy importante en este análisis. Todo lo de la Ley está muy bien, pero lo que le reclamo a Proimágenes y al Ministerio es la necesidad de hacer ajustes sobre lo iniciado, sobre lo desarrollado. Por ejemplo: ¿aumentamos los premios de las convocatorias?, ¿qué interesa más: la producción o la distribución?, ¿quién dijo que la única forma de ayudarle al cine era centrar todo en producción? Como con todo producto el negocio es la producción, pero también la distribución y el mercadeo. Esto se ha olvidado casi por completo. En producción estamos bien, tenemos películas para estrenar cada mes hasta el 2014. Sin embargo, cuando estaba en el Consejo revisaba todos los presupuestos para ver qué tan reales eran, los promedios. Entonces hice este análisis: tomo lo que entra por taquilla, los recursos de otros fondos, como Ibermedia, y concluyo que las películas no están dando la plata para recuperar la inversión. Entonces hay que hacer un análisis concienzudo para encarar el negocio. En otros tiempos existía el servicio de reporte de taquilla por teatro y uno podía acceder a esa información. Eso desapareció. Ahora se reporta por título y totalidad de teatros, es como la voz suprema del exhibidor.
Se produce, pero no hay canales de distribución. ¿Por qué no pensar en armar un núcleo? Primero una sala en Bogotá, luego Medellín, Barranquilla, Bucaramanga, de a pantalla o de a dos pantallas, y se hace lo mismo en Quito, Guayaquil, Lima, Santiago, Buenos Aires, y se pasa solo cine latinoamericano: colombiano, venezolano, argentino, chileno, ¡¡¡y ya hay dónde pasar tu puta película!!! Porque ahora no tienes dónde pasarla. El asunto sería armar pools de exhibición, hoy en día los multiplex tienen ocho o diez salas, sería dedicar una de ellas a eso. El problema yo lo he visto desde que empecé: nadie sabe lo de la distribución. Se cree que uno produce y ya está hecho, y eso es un error fatal. El esquema sería que el FDC19 subsidie de alguna manera esas salas, pensar en canjear una película colombiana por una argentina. Yo siempre he creído que es como en el teatro: si la obra está yendo bien, agotando, la cosa marcha. Habría que poner letreros de “agotadas” para que la curiosidad de la gente lleve más gente. El cine tiene que volverse otra vez algo que llame la atención.
1 Andrés Caicedo, Luis Ospina, “Entrevista con Julio Luzardo”, Ojo al cine, n° 2, 1975; Cinemateca Distrital: “Julio Luzardo”, Cuadernos de cine colombiano, n° 1, marzo, 1981; www.enrodaje.net
2 (1946) de David Lean con John Mills, basada en la obra homónima de Charles Dickens.
3 The Greatest Show on Earth, 1952, Cecil B DeMille
4 1951, John Huston
5 Hernando Salcedo Silva (Bogotá, 28 de diciembre de 1916-18 de enero de 1987). Crítico, miembro del Cine Club de Colombia desde su fundación en 1949 y director del mismo desde 1959 hasta su muerte. Pionero de los archivos fílmicos en Colombia.
6 Realizador colombiano. Crítico en El Tiempo entre 1958 y 1959
7 Realizador colombiano. Crítico en El Tiempo 1960
8 Realizador colombiano fallecido en 2001. Crítico en El Tiempo y en La Calle entre 1957 y 1960
9 (1953)
10 1967.
11 1969, Gillo Pontecorvo.
12 1972.
13 1970, Lewis Gilbert.
15 Iniciativa oficial llamada Cine en televisión. Mediante convocatoria pública desde Focine se otorgaban recursos a empresas productoras para realizar cortos en 16 mm de 25 minutos de duración.
16 2005, Tas Salini.
17 Rizo, 1999, de Julio Sosa, Acosada en Lunes de Carnaval, 2002, de Malena Roncayolo, ambos venezolanos, y Sin Amparo, 2004, de Jaime Osorio.
18 1897-1970.
19 Fondo para el Desarrollo Cinematográfico.