México y Colombia: las afinidades electivas
por Roberto Fiesco y Oswaldo Mejía
Roberto Fiesco es productor mexicano de los largometrajes Mil nubes de paz, El cielo dividido, y Rabioso sol, rabioso cielo y Asalto al cine. En 2013 realiza su ópera prima documental, Quebranto.
Oswaldo Mejía es comunicador, investigador y columnista. Ha trabajado como reportero especialista en cine para diversos medios escritos. Fue jurado en el Festival Internacional de Cine de Guanajuato – Expresión en Corto.
Colombia es, probablemente, el país con el mayor número de producciones bipartitas con México, cuyos antecedentes y confluencias se remontan al inicio del cine sonoro colombiano. Ejemplo de ello es el título de una de las películas más emblemáticas de su incipiente cinematografía: Allá en el trapiche (Roberto Saa Silva, 1943), que con su nombre emulaba el de nuestro primer éxito taquillero continental, Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, 1936), y que al igual que éste recurría a la música vernácula para contar un triángulo amoroso anclado en los atavismos
El cine mexicano había logrado desde la década de los 30 penetrar en los mercados latinoamericanos, que habían aceptado gustosos las fórmulas dramáticas de películas realizadas en su propio idioma. Se trataba de una industria en ascenso con progresivos adelantos técnicos, así como con un starsystem capaz de rivalizar –e incluso de superar en algunos países– al de su contemporáneo hollywoodense. Lo local de nuestro cine (la comedia ranchera, los charros, la música regional) se tradujo en pasaportes de internacionalización de géneros híbridos con un gran potencial de taquilla, en países donde nuestra cinematografía creó además una importante y eficaz red de distribución y exhibición para que nunca faltaran películas mexicanas en aquellas latitudes.
Pronto el cine azteca estableció tratos con sus ‘mercados naturales’, que –incluso–dependiendo del argumento y los actores involucrados proporcionaban, mediante adelantos económicos de los distribuidores, primero el dinero para filmar las películas en México y luego para poder realizarlas en los países aportantes a cambio de la inclusión de un puñado de artistas y técnicos capacitados que alentaron el surgimiento de cinematografías de Centro y Sudamérica, las cuales habían tardado en emprender el vuelo y que aún veían muy remota la consolidación de una industria propia.
De los años 50 en adelante, las coproducciones beneficiaron al cine mexicano en cuanto a la diversificación de sus paisajes, pero sobre todo por la evasión que podía hacerse de los sindicatos de producción que en México imponían reglamentos muy estrictos con sus cuotas económicas y de personal. A cambio, los productores obtenían ‘mano de obra’ más barata en los países en cuestión, vistos mucho más como locaciones que brindaban todas las facilidades que como verdaderas coproducciones.
Es a través de las distintas versiones fílmicas de la célebre María, de Jorge Isaacs (1918, 1922, 1938 y 1971), donde siempre hubo mexicanos involucrados; así como por la presencia de Luis Moya, escenógrafo de nuestro cine y director El milagro de sal (1958), primera película colombiana en ser presentada en un festival de cine europeo, en este caso San Sebastián, que diversos cinematografistas mexicanos tomaron a Colombia como su segunda patria e indagaron no sólo en su geografía sino en sus venas sociales, abrieron brecha y facilitaron las vías de un intercambio cultural con el fin de construir un imaginario común.
Podríamos datar a Llamas contra el viento (Emilio Gómez Muriel), una comedia romántica con anhelos panamericanistas, como nuestra primera coproducción oficial, realizada para satisfacer a los mercados más importantes del cine mexicano: Venezuela, Cuba, Panamá y Colombia, en cuyas tierras se filmó a partir de agosto de 1955. El esquema sobre el cual se desarrolló el proyecto prácticamente habría de repetirse durante las diversas coproducciones que se articularon a partir de esta década. En ellas, los técnicos y actores eran en su mayoría mexicanos. Las cintas eran encabezadas por productores consolidados (Rosas Priego, Cardona, Zacarías, Alarcón, Sotomayor, De Anda, etc.), que llevaban décadas en el cine azteca (algunos apellidos se remontaban incluso al cine silente mexicano) y cuyas familias de cinematografistas –muchas veces emparentadas entre sí– dominaban también la producción local, y tenían la capacidad de establecer coproducciones con países con cinematografías menos desarrolladas, pero con capital o facilidades que difícilmente podían encontrar en su país de origen.
A pesar de las buenas intenciones, la industria cinematográfica colombiana no daría pasos firmes hacia un cine verdaderamente industrial hasta los 60, donde resultaron abundantes las coproducciones con México. La primera de ellas fue Adorada enemiga, la ópera prima de René Cardona, Jr., un director con más capacidad para la comedia que para melodramas de pasiones fuertes como éste de su debut filmado en 1963 en Bogotá y Cali; a la cual siguieron –al mes siguiente– la comedietaLas hijas de Elena; y, en 1964, El detective genial, cuyo resultado fue tan desastroso que ni siquiera mereció estreno en México.
Al mismo tiempo dos películas de mayor ambición se realizaban en territorio colombiano. La primera de ellas fue Semáforo en rojo, dirigida por Julián Soler, cineasta muy poco estimado, pero otrora enormemente conocido por ser el galán de la dinastía que ostentó tan ilustre apellido; y protagonizada por los colombianos José Gálvez y Enrique Pontón, que habían hecho gran parte de su carrera en México. Cine negro correcto y eficaz, ciertamente entretenido e incluso con la dosis suficiente de suspenso como para lograr identificar al espectador con la angustia de los ladrones que logran cumplir con el robo planeado y que son apresados por culpa del dichoso semáforo.
En 1964, dichos actores encabezaron también el elenco de Cada voz lleva su angustia, a cargo de Julio Bracho, un director mexicano que en otro tiempo había sido considerado de ‘primera línea’, y que –en este caso– generó acérrimas críticas hacia la importación de directores mexicanos, a pesar de la ambición con la que fue concebida esta apuesta por un cine rural de supuesto contenido social.
Esta década continúa con obras de poca valía, generalmente melodramas que iban subiendo de tono conforme la censura se reblandecía, como es el caso de Requiem por un canalla (Fernando Orozco, 1966) que aludía al aborto; el drama esotérico Cautivo del más allá, (Rafael Portillo, 1967); o Un ángel de la calle, exitosa y lacrimógena adaptación de una radionovela dirigida por Zacarías Gómez Urquiza en 1967. La cosecha de este director mexicano, favorecido por las coproducciones, continuó en 1968 con Bajo el ardiente sol, una película de bajas pasiones tropicales y cerró en 1972 con Cumbia, donde narra la historia de un matrimonio con pretensiones de estrellas de un género musical popularizado desde los años cuarenta.
Los intercambios culturales entre ambas naciones no se limitaban a la producción cinematográfica, el flujo de manifestaciones culturales abarcaba la esfera popular, de tal manera que la lucha libre –y otros héroes aventureros– impregnaron la dinámica de entretenimiento durante los 70. Los héroes enmascarados de nuestro cine de luchadores fueron, en reiteradas ocasiones, los protagonistas de un cine de aventuras miserable y peor realizado, pero extraordinariamente rentable en los circuitos comerciales, como fue el caso de Santo frente a la muerte ySanto enel misterio de la perla negra, de Fernando Orozco, películas iniciadas en 1969 y terminadas hasta bien entrada la década siguiente; o las realizadas por Juan Manuel Herrera, en 1973: Karla contra los jaguares y Los jaguares contra el invasor misterioso, donde los luchadores del pancracio estaban obligados a salvar el planeta de unos extraterrestres karatekas traficantes de diamantes.
En contraste, el productor colombiano afincado en México, Ramiro Meléndez, con una prestigiosa carrera en el cine echeverrista de los 70, regresa a su tierra a filmar El muro del silencio (Luis Alcoriza, 1971), con la cual inicia una fructífera relación fílmica a través de su compañía Escorpión Films que tiene su momento de esplendor en la década siguiente. Meléndez es el puente decisivo para entender la visión comercial que las coproducciones, realizadas con estándares profesionales, representaban para la construcción de una industria local. Con una visión precisa y gran olfato, como productor y posterior director, encontró filones genéricos atractivos para el público de ambos países y con repercusiones evidentes en las taquillas, amén de explorar para el cine comercial temas como la guerrilla, la lucha de clases y el narcotráfico, graves problemas que Colombia avizoraba y que se han mantenido vigentes en el cine de ambos países.
Dichos temas fueron aprovechados en los 90 por iniciativas fílmicas como la del grupo G3, cuyo nombre se refiere al tratado comercial entre Colombia, México y Venezuela, países involucrados en una serie de películas que buscaban aprovechar la obligación recíproca de exhibición en dichas naciones, como señalaba el acuerdo, las cuales, lamentablemente, no se vieron recompensadas en las taquillas; lo cual orilló a que este esquema de coproducción no se recuperara hasta la irrupción en 2005 de la emblemática Rosario Tijeras (Emilio Maillé), a partir de la novela homónima de Jorge Franco, repleta de vicio, sexo, balas, placer y dolor, según la letra de la canción de Juanes que aparece en la banda sonora.
La creación de fondos públicos para incentivar las industrias fílmicas nacionales en México y Colombia han continuado durante este siglo una tradición iniciada hace más de 60 años, que ha permitido establecer esquemas de distribución y exhibición que intentan competir contra el avasallamiento del cine gringo dentro del mercado. Ambas cinematografías han logrado sortear los contextos de sus países, los problemas políticos y sociales que han impactado severamente las economías y, por ende, los presupuestos destinados al quehacer cultural. Sin embargo, incluso en la adversidad, se han logrado reformas estatales que ayudan a continuar con las coproducciones. Baste mencionar la ocurrida en 2003, en Colombia, que busca que el cine no sólo sea una actividad rentable, sino sostenible. Lo mismo en México, cuya ley de estímulos fiscales ha beneficiado a diversas coproducciones. Éstas, además de facilitar el flujo de actores, directores, capitales y productos culturales, logran complementar también modos de hacer cine y posibilitan la construcción de una industria latinoamericana que cada vez es más difícil definir en un mundo globalizado que evita las identidades.
Si pensamos que el amor, la violencia y el sexo han sido las líneas temáticas principales en este intercambio bilateral, sólo nos queda deplorar que dentro de esta historia cinematográfica común no se haya producido aún esa gran película que justifique nuestras añejas afinidades, acaso estemos esperando que “nos la regresen”, y que sean los directores colombianos los que tomen ahora a México por asalto.